La risa festiva. Por Óscar Humberto Gómez Gómez.

Mis imágenes de Silvia Galvis son tan puntuales y tan nítidas, que a veces me lamento de no tener habilidad con el pincel. Si la tuviera, podría dibujarlas de memoria.

Está riéndose a carcajadas, el día en que la conocí, en su oficina de Vanguardia Liberal, cuando le acabamos de contar que, al preguntarla, la recepcionista nos replicó: “¿Los señores de dónde son?”, y Gerardo Delgado Silva le contestó: “De dónde somos, qué, señorita…¿oriundos?…Yo, de Barichara”.
Se rio tanto, pero tanto, que desde entonces tuve la impresión de que ella no encajaba en el ambiente serio y formal que yo percibía dentro del diario.
(Jamás he olvidado su risa festiva de aquella mañana. Cuando los años pasen, creo que debería definirse a Silvia Galvis como una mujer que fue capaz de reír a pesar de haber vivido en un medio acartonado e hipócrita, donde casi nadie reía. Claro que también podría ser definida de otras maneras: por ejemplo, como una mujer que teniéndolo todo para haber llenado su casa de porcelanas, cristales, lámparas y tapetes finos prefirió llenarla de libros).

Está, en cambio, llorando, tratando inútilmente de ocultar los ojos detrás de unas gafas oscuras, cuando yo la saludo desde la recepción del diario, donde me estoy identificando para ingresar, el día en que acaba de morir su padre. Tendrá la deferencia de publicar mi carta de pésame en su leída columna “Vía Libre”. Sólo publicará dos: la mía y, sorprendentemente, la del médico ortopedista y político de la ANAPO Carlos Toledo Plata, ya por entonces líder visible, y preso además, del M-19.

Está sentada frente a su máquina de escribir riéndose a carcajadas de mi apunte: ella me ha dicho que no encuentra cómo rematar la columna que está escribiendo. Yo le he preguntado de qué trata y me ha explicado que hace cincuenta años Vanguardia publicaba que los habitantes de San Vicente de Chucurí le estaban clamando a gritos al gobernador de Santander de entonces, sin que éste los escuchara, por la solución de unos problemas que ahora, cincuenta años después, son exactamente los mismos por cuya solución están otra vez clamando a gritos los chucureños actuales ante el actual gobernador de Santander, sin que éste tampoco dé señales de estarlos escuchando.
“O sea, -le digo yo- que cincuenta años después el gobernador de Santander sigue necesitando un otorrino”.
Silvia rematará, entre carcajadas, su columna con mi apunte.
A partir de ahí lo hará una que otra vez, sin dejar de reírse de mis ocasionales ocurrencias.

Está de pie, frente a los escombros de Vanguardia Liberal el día en que, prácticamente sobre sus ruinas, asume la dirección del periódico. En ese momento le está diciendo a la televisión que “No somos una brigada militar” y que “Nos han destruido físicamente, pero los principios permanecen intactos”. Un carrobomba ha estallado frente a la puerta del periódico, ha matado a varios de sus trabajadores y ha dejado en la calle a sus vecinos.

Está ingresando a mi oficina, acompañada de su esposo, Alberto Donadío, portando en una de sus manos un voluminoso libro que me lleva de regalo. Es su novela histórica “Soledad, conspiraciones y suspiros”, cuyas ochocientos ochenta y ocho páginas habré de leerme en los tres días siguientes.

Está, finalmente, sola, ausente, triste, distante de nuestra vida, sin la explosión de su risa, sin su valor civil, sin su punzante pluma, sin su crítica mordaz, sin su buen humor, sin su acelere. Está dentro de una caja de madera y me dice no sé quién que su funeral comenzará a no sé qué hora del día siguiente. Yo acabo de llegar al lugar y lo he encontrado casi solo. Es posible que me haya aumentado esa sensación de soledad inmensa el no haber visto por ahí a ningún miembro de su familia. Al día siguiente, solamente me asomaré a la inmensa sala fúnebre, que ya para entonces rebosará de calor, de color y de lagartos.

Silvia Galvis murió al mediodía del domingo 20 de setiembre de 2009 en su cabaña de habitación ubicada en la Mesa de las Tempestades y de la cual llegó a decir, entre risas, que ampliaría a escondidas para poder construir una pequeña terraza donde nos sentáramos a tomar tinto y a darle rienda suelta a esa distracción, hoy desaparecida, que las generaciones pasadas llamaban “hacer tertulia”.

Cuando la evoco, no puedo evitar pensar que pasó por mi vida demasiado aprisa y estoy tan desacostumbrado a la idea de que murió, que a ratos me parece que cualquier día, cuando menos me lo imagine, voy a escuchar otra vez su voz en el teléfono.

 

¡Gracias por compartirla!
Esta entrada fue publicada en Blog. Guarda el enlace permanente.

1 respuesta a La risa festiva. Por Óscar Humberto Gómez Gómez.

  1. HECTOR MANUEL MEDELLIN GARCIA dijo:

    DON HUMBERTO: LASTIMA QUE SU MUSICA, QUE SÍ SE PUEDE LLAMAR UN ESTILO PROTESTA, DE INCONFORMIDAD DE NUESTRO CAMPESINO, NO SUENE EN BOGOTA CON FUERZA, PARA DEMOSTRARLES A LAS VACAS SAGRADAS DE NUESTRO PAIS QUE TODOS NOS UNIMOS A ESTAS VOCES.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *