LA ESTRELLA. Por Óscar Humberto Gómez Gómez

 

El abuelo dirigió el cañón de su antiguo rifle hacia el cielo y enseguida apretó el gatillo. Entonces una estrella pareció desprenderse del firmamento y se vino desde arriba hasta caer finalmente en el prado del antejardín.

Todavía con la boquilla del arma humeante y el asombro dibujado en el rostro, el abuelo balbuceó: «¡No es posible! ¡Las estrellas no pueden caerse así!».

Apenas unos minutos después la casa estaba atiborrada de curiosos atraídos por la luminosidad que deslumbraba.

Cuando arribó la policía el abuelo todavía no había soltado de sus manos el rifle.

Al tiempo con la policía se hicieron presentes numerosos fotógrafos, camarógrafos, físicos, topógrafos, periodistas y hasta un astrónomo que al igual que muchos profesionales del país había tenido que dedicarse a otra actividad diferente de su profesión.

El astrónomo aparcó su taxi justo frente a la casa del viejo y de una vez entró descalificando el hecho como algo absurdo: «Las estrellas –dijo– son astros lejanos. Si se ven pequeñas es sólo por razón de la distancia a la cual se hallan de nosotros. Pero una estrella no es en realidad tan diminuta como se ve en el cielo».

La policía no le puso atención ante la evidencia del hecho. Optó más bien por interrogar al anciano luego de exigirle la entrega del rifle.

«¿Por qué les disparó usted a las estrellas?», le inquirió el comandante de la patrulla. El viejo no respondió. Concentró toda su atención en la resplandeciente imagen de su antejardín.

«¿Está seguro de que la estrella cayó del cielo?», insistió el capitán. El anciano asintió con la cabeza.

«Está loco», conceptuó el astrónomo. El viejo lo miró en silencio.

Dos horas después la estrella permanecía en el mismo sitio a la vista de los curiosos. Fue cuando se hicieron presentes los bomberos. El destello del antejardín los confundió.

«Si no es una estrella, ¿qué diablos es?», indagó el jefe de bomberos. Nadie habló.

La policía dispuso al principio llevarse al abuelo preso. Pero como no encontraron un cargo serio por formularle decidieron dejarlo en libertad. Al final se determinó buscar ayuda científica y que entre tanto el asteroide continuara en el antejardín del abuelo.

En la madrugada ya no apareció el astro luminoso. El antejardín había recuperado la apariencia de siempre.

Los curiosos, renegando del instante en que abandonaron el lugar, le hicieron mil preguntas al viejo sobre la desaparición del lucero. El anciano se quedó callado.

Las autoridades anunciaron que se iniciaría una rigurosa investigación en torno a las circunstancias que rodearon la llegada y la desaparición del extraño luminar.

A la postre nadie fue a investigar nada y el tema pasó de moda.

Una noche cualquiera y con aquel mismo vetusto rifle, que la policía le devolvió aduciendo que no existían motivos válidos para su incautación, el abuelo disparó hacia las estrellas.

Entonces comprendió que la maravilla luminiscente de la otra noche ya jamás habría de volver a repetirse.

 

 

9 de noviembre de 1998

 

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