Tarde. Por: Óscar Humberto Gómez Gómez

 

Una tarde cualquiera de diciembre,
sorprendido, descubrió que ya era tarde,
tarde para observar los arreboles,
el incendio de los cerros por las tardes,
pues hacía mucho tiempo que los cerros
no se veían desde ninguna parte;

tarde para compartir con los vecinos
la cálida amistad del tiempo de antes,
porque todos se encerraron tras las puertas
para escaparse de todos y de nadie;

tarde para el olor de los sarrapios,
pues cortaron sin piedad aquellos árboles,
y tarde para contemplar jardines,
para oler otra vez los cafetales,
porque a ambos los aplastó el asfalto
y la dureza insensible de las calles;

tarde para el gorjeo de los pájaros,
porque a los mirlos, los toches, los turpiales,
los mataron las pedradas o murieron
asfixiados por el tedio de las tardes;

y tarde para el ulular de las cigarras,
pues las cigarras se murieron de pesares,
de ver que nadie más las escuchaba,
sino el oído entristecido de los árboles;

tarde para el bullicio de la escuela,
y las paletas coloreadas y gigantes,
pues ya no tenía la edad de las paletas,
ni de la escuela a las cinco de la tarde;

y tarde para taburetes en la puerta,
para sentarse en el andén a cantar valses,
porque ya valses no había, ni taburetes,
y prohibieron los andenes los alcaldes;

tarde para el retozo con los niños
en los juegos infantiles de los parques,
porque los niños crecieron tan aprisa
que ni siquiera hubo cómo preguntarles
qué se siente cuando niño al ver la vida
cómo pasa de fugaz y deleznable,

aunque esa pregunta no es de niños,
pues el niño contestarla aún no lo sabe,
y es al viejo al que ya se le pregunta
en su vejez, por la niñez que vivió antes.

Una tarde cualquiera de diciembre
con asombro, descubrió que era muy tarde.

 

 

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