Tierra de cigarras (Novela. 2000. Capítulo XLIV). Óscar Humberto Gómez Gómez

 

El día de su partida hacia el encuentro con su destino inexorable, Julieta Álvarez amaneció convencida de que sus sueños recurrentes, que la hicieron despertar a la medianoche, invadida por el sobresalto, no eran irrealidad, sino los primeros barruntos de su porvenir de lágrimas.

Soñó que se estaba muriendo, tendida en una cama extraña, entre sábanas blancas, y paredes blancas, y trajes blancos, y hasta tuvo la virtualidad visual suficiente, mientras navegaba entre las brumas azarosas de su mañana indescifrable, para ver a sus padres ausentes que desde lo alto le daban la mano y la invitaban, con una sonrisa de dulzura, a que se asiera de ella, y poder sacarla así de aquel laberinto sin salida en que se hallaba inmersa.

Pasó junto a su otra pequeña máquina, la maquinilla en la que últimamente ya no fileteaba más que sus tristezas, pero ni siquiera la miró, sumida como estaba en tratar de adivinar quién era la otra persona que aparecía y desaparecía en sus más recientes sueños. En cambio, sí le alcanzaron los últimos reductos de alegría que todavía le quedaban para tararear una brevísima canción de cuna y acompañó su canto imperceptible con unos cuantos tamborileos suaves de sus dedos diestros sobre el madero donde se soportaba el negro y brilloso cabezote de su máquina Singer, herramienta de trabajo e instrumento de distracción del tedio frente al que solía sentarse durante horas y horas para coser lo mismo vestidos femeninos que esperanzas. Empero, esta vez no se detuvo a detallar, como a lo largo de los años lo hizo tantas veces, ni el volante, que le hacía posible a la aguja su ascender y su descender sin pausa, ni el portahilos de aguja única, siempre a cargo de la rutinaria tarea de sujetarle los hilos, ni el asa de transporte, que le facilitaba a su máquina el desplazamiento; ni tampoco reparó en la guía-hilos, ni en la tira-hilos, las mismas con las que también enhebraba en la aguja sus quimeras, ni la atrajo el tensionador de hilo, ni el selector de puntadas, ni la aguja, aquella aguja siempre dispuesta con la que cosió durante horas y horas su mañana incierto, ni reparó en la prensatelas, aquella que no solo le sujetaba la tela, sino también su carácter fuerte a punto de derrumbarse, ni observó con mínima atención la placa de aguja, que tantas veces le sirvió de guía también para avanzar en sus proyectos, ni nada, absolutamente nada le significó esta vez la palanca de retroceso, con la que día tras día remataba tanto cada una de sus costuras como cada una de sus sonrisas.

Al mirarse en el espejo, no pudo descifrar con claridad cuál era exactamente la premonición que todavía la angustiaba, pues ya había desechado los deseos de morirse joven y hasta alcanzó, una tarde de domingo, a imaginarse anciana, descansando acostada sobre el césped, en un desconocido bosque de sarrapios.

–¿Qué te pasa, Julieta?¬ –les preguntó a sus ojos húmedos. Pero sólo le respondió la transparencia momentánea y sin alma del espejo, que enseguida retornó a su reflexión de siempre y le permitió mirarse las lágrimas con sus propias pupilas.

Tuvo, sin embargo, ánimo suficiente para retocarse, y, en segundos, la magia de su belleza jovial inundó su rostro por momentos resistente a la sonrisa, y, entonces, volvió a ser Julieta Álvarez, ella misma, ella que si estaba deprimida podía llorar hasta la sensibilización de los unguis, pero cuando se encontraba feliz era capaz de romper la neblina con la luz refulgente y contagiosa de su sonrisa de fiesta.

Se encontraba sola en su alcoba cuando sintió la primera contracción. Por eso la asaltaron los pálpitos de sus hesitaciones difusas, las mismas que solían hacerle temer que nadie estaría cerca de ella en los momentos postreros. Así que parapetó la fragilidad de sus debilidades tras la armadura de acero de su fortaleza a toda prueba, aquella fortaleza femenina que muchas veces le había devuelto la luz a su hogar en horas de tinieblas, y, ahí sí, emprendió el camino que ya no desandaría.

Se despidió sin prisa de su casa, de su mantel blanco con encajes y del cuadro color plata de la Última Cena siempre colgado en el mismo muro al fondo del comedor enorme, de su cocina limpia y ordenada donde tantas veces preparó la natilla y los buñuelos con los que hizo más amables las novenas de aguinaldos en los diciembres idos, de las ventanas siempre abiertas por ella desde temprano para que los aires del oriente refrescaran las habitaciones, de las paredes, y de los techos, y de los rincones cargados de recuerdos, y le advirtió a su niña rubia que ni ella ni sus hermanos podrían ser bruscos con el nuevo bebé que muy pronto iría a traerles de regalo, dejó sobre el negro cabezal de la máquina de coser, que se quedó mirándola en silencio, el cartabón amarillo de rayas negras, y abrió el postigo y lo atravesó con donaire, con la misma elegancia con que atravesó mil veces, rumbo a la plazuela del mercado, la calle inolvidable de las palmeras que se mecían aunque no soplaran las brisas.

Su niña observó cuando se cerró el postigo, pero quiso seguir viendo la imagen de la madre que se iba y, entonces, se dirigió veloz hacia la puerta, atravesó el zaguán y se paró en el piso del umbral mirando hacia la calle. Estaba vestida por coincidencia con el traje blanco de flores en ramilletes y mariposas juguetonas emergido hacía poco tiempo de la máquina de coser materna. Desde ahí alcanzó a atisbarla cuando subía, por la puerta trasera del lado opuesto, a bordo de un automóvil elegante, anchuroso y de color lila que acababa de detenerse al frente de su casa.

Julieta Álvarez se acomodó en el puesto de atrás, con su garbo de dama, y fue su corazón de madre el que le llamó la atención sobre la presencia de la niña solitaria parada sobre sus piececitos descalzos en el piso del umbral de la puerta; entonces volteó a mirarla y, al comprobar su presencia, trató de esbozarle desde lejos la mejor de sus sonrisas, pero en ese momento volvieron a asaltarla y a incomodarla sin piedad los sobresaltos de la incertidumbre, se sintió triste, y lo que brotó a su faz trigueña fue tan solo el gesto peculiar que el doctor de Urgencias jamás olvidaría. La niña rubia se quedó mirando el coche lila mientras éste comenzaba a rodar lentamente hacia el norte en busca de la calle de las palmeras, inocente por completo frente a los duros avatares que le preparaba la vida, y lo último que vio fue cuando la hacedora de sus días volvió de nuevo a mirarla a través del panorámico trasero, y los ojos maternos se clavaron en sus ojos, y la mano diestra de la madre que ya jamás retornaría se despedía de ella para siempre.

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El viejo Hospital del Estado se hallaba ubicado frente al mismo parque árido, envejecido y melancólico donde una gélida madrugada el niño ganador del concurso de canto de la escuela se había encontrado por vez primera cara a cara con la muerte, con el cuerpo del suicida desgonzado sobre el escaño y el revólver negro con el que se había disparado caído a su lado en el piso yerto de la madrugada.

El hospital era un inmenso caserón, con un frente que ocupaba la cuadra entera y en el cual se destacaba la presencia de la capilla, aquella capilla cálida y acogedora en la que los domingos celebraba misa para los médicos, las enfermeras y los enfermos un joven cura extranjero de lentes tan transparentes como su alma, de hablar enredado debido al precario dominio de la lengua local, y de quien luego vino a descubrirse que dormía en el suelo, porque primero regaló su almohada, pretextando dolores en el cuello, y después el colchón, invocándolos en la espalda, y, finalmente, la cama, momento en que se supo que lo que sufría en realidad eran dolores en el alma, preocupación sin fondo por la suerte de los pobres, a quienes terminó regalándoles la vida, sin que nadie se lo agradeciera y, en cambio, llevándose consigo los endurecidos reproches de la inmensa mayoría.

Tenía el hospital varias puertas de acceso, pero era la más utilizada una angosta y pequeña situada en el extremo oriental, en límites con el cementerio, por la cual se accedía al Departamento de Urgencias. Al frente de esta puerta se detenían las ambulancias que descendían raudas hacia el centro de asistencia pública, haciendo ulular sus sirenas, mientras llevaban a bordo seres humanos bañados en sangre y enfrascados en una guerra a muerte por la vida.

Cuando oían las sirenas a lo lejos, o a lo sumo cuando avistaban los veloces vehículos que aparecían por la esquina nororiental del parque y se lanzaban a descender en infernal carrera por la calle que pasaba frente al cementerio, en ansiosa búsqueda de la puertecita que daba ingreso a las posibilidades de supervivencia, los muchachos vecinos de aquel lacónico terraplén con rostro de dehesa agonizante comenzaban a escuchar por doquier los gritos inevitables de “¡un herido!, ¡un herido!”, y, poseídos de una curiosidad que fue siempre inagotable, emprendían veloz carrera hacia la portezuela de Urgencias, atravesando con ansiedad desbocada el susodicho parque, en forma diagonal para ganar tiempo y terreno, y en apenas unos instantes se detenían jadeantes frente a la parte posterior de la ambulancia, justo en el momento en que la puertecilla de ese lado del vehículo caía y quedaba sostenida de unas cadenas a la estructura del automotor, y los auxiliares, con rapidez y eficiencia, halaban la camilla hacia el exterior. Entonces, aparecía ante sus ojos expectantes el herido del día, y veían cómo la camilla era entrada, a empellones si resultaba necesario, entre gritos desesperados de “¡apártense!, ¡apártense!, ¡háganse a un lado!”, y lágrimas y estertores, y ayes de los lesionados y de sus seres queridos, quienes, por lo general, llegaban en forma simultánea, como tripulantes o pasajeros de otros vehículos que venían escoltando a la camioneta hospitalaria.

Julieta Álvarez no tenía por qué ingresar por ese lugar, pues para las señoras encintas que arribaban a dar a luz existía la puerta del Departamento de Maternidad. Por una chapetonada del piloto, sin embargo, el coche se detuvo cerca de la portezuela del Departamento de Urgencias, y justo en el instante en que arribaban, no una, sino seis ambulancias al tiempo, en un bochinche espantoso, trayendo a bordo las víctimas de un accidente que acababa de suceder en un tenebroso tramo de carretera cercano a la ciudad llamado Pescadero, terror de los viajantes, enclavado en la magnificencia sobrecogedora del Cañón del Chicamocha, entorno agreste, salpicado de gargantas, desfiladeros y abismos de espeluzno, pero poseedor de una imponencia grandiosa que sólo mucho después empezaría a valorarse como atracción turística.

Julieta Álvarez se quedó dentro del coche, en un pacto tácito con el conductor, a la espera de que se iniciara y se cumpliera la recepción del personal damnificado que traían las ambulancias.

–Eh, avemaría –comentó en voz baja–. Para uno morirse, no hay urgencia.

Así que piloto y pasajera decidieron aguardar el dramático transcurrir de la zozobra.

El niño ganador del concurso escolar de canto de su escuela, el mismo niño descubridor de los responsos ininteligibles del cura de sotana blanca que en la entrada del cementerio se los vendía cantados o rezados a los dolientes de los viajeros sin equipaje que se habían marchado en busca de lo eterno, el mismo descubridor casual del faquir pobre, de su lamentable espectáculo y de la infinitud entristecedora de su alma desolada, en fin, el mismo niño que, a cambio de una moneda de cinco centavos, les contaba cuentos inverosímiles a los crédulos chicos de su entorno, aquel mismo niño se echó a correr veloz, al igual que lo hicieron los muchachos que en esos momentos componían su auditorio, hacia el viejo Hospital del Estado, con la máxima velocidad que le permitían, no sólo sus condiciones atléticas poco competitivas, sino la incomodidad de sus raídas cotizas, tan pronto como empezó a llegar hasta sus oídos infantiles el ulular sostenido de las seis ambulancias angustiadas por llegar pronto a su destino.

El pequeño contador de relatos oyó acercarse los aullidos desordenados de las sirenas justamente cuando más emocionante se proyectaba el cuento que les estaba narrando a los demás muchachos de la cuadra, una más de esas aventuras que acostumbraba inventarse, aventuras de todo tipo dentro de las cuales hacía actuar en llave a Supermán el hombre de acero, a Santo el enmascarado de plata y al Charrito de Oro, este último un héroe de corta edad que ni el mismo relator entendía cómo era posible que convenciera con sus supuestas hazañas a aquel grupo de chicos tontos, si se trataba de un mocoso enclenque, pálido como una vela de sebo, cuyo cuerpo nadaba dentro de un espacioso traje de charro mexicano del cual lo que más destacaba era el sombrero gigantesco, porque le hacía ver más precario el tamaño minúsculo de su cabeza, y a quien le sobraba tela en las botas de los pantalones, los que, por física falta de modista, le arrastraban por el suelo, personaje aquel que, según se leía en los cómics que alquilaba doña Celia, dizque imponía la ley en el lejano oeste con su semblante lastimero y su pistolita de vergüenza.

Por eso, y porque aun después de partir las ambulancias de regreso, por una extraña coincidencia de la vida no abandonó enseguida la puerta de Urgencias, el relator infantil todavía se encontraba parado frente al minúsculo portón que daba acceso a la esperanza. Se hallaba solitario, pues sus amigos habían vuelto a correr de inmediato hacia el escaño donde con su voz les proyectaba sus originales películas sin imagen, desde luego con el fin de asegurarse la mejor ubicación, el puesto más cercano al narrador, quien por lógicas razones ya tenía privilegiado el suyo. Se encontraba, pues, ahí, solo, de pie frente a la puerta pequeña y angosta del servicio de Urgencias, justo en el momento en que se abrió la portezuela trasera del auto lila que minutos antes se había detenido, para permitirle, por fin, a la pasajera que traía a bordo el abandono del vehículo.

Tan pronto la vio descender del coche, el niño recordó la escena de años atrás, rememoró a aquella mujer joven y bonita, trigueña y esbelta, de cabellos rizados y ojos profundamente oscuros, a la que, en medio de una expectante multitud agolpada frente a su casa, le había informado que acababan de descubrir al hombre sin sentidos y le había preguntado cómo debía llamarse la persona que, como aquel infeliz, careciera de todos ellos, y hasta había puesto en sus manos el periódico del día que publicaba la sensacional noticia. No le cupo duda alguna. Jamás habría de caberle duda alguna: era ella.

Incluso, recordó perfectamente la voz, aquella voz femenina que, con un particular acento de otra tierra, le había dado esa vez al gentío los anhelados datos sobre la anosmia, la ageusia y la anafia.

Sí: aquella voz del otro día era, por supuesto, la misma voz que ahora, y de nuevo en su presencia, le acababa de hacer saber al portero del viejo hospital del Estado hacia dónde se dirigía.

La misma voz que, además, le respondió enseguida al guardia uniformado la pregunta inevitable acerca de su identificación.

Fue a este a quien le dio su nombre y su apellido mientras ponía en sus manos un pequeño documento en forma de librillo:

–Soy Julieta Álvarez.

 

 

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