Tierra de cigarras (Novela. 2000. Capítulo XXXVI). Óscar Humberto Gómez Gómez

 

Un episodio que habría de llevar al clímax a aquella ciudad impertérrita y terminaría convertido a lo largo de mucho tiempo en el tema obligado de las tertulias fue el de Ícaro.

Se trataba de un osado muchacho que anunció una mañana la llegada del instante en el cual habría de probar en público su revolucionario invento: un par de alas con las cuales volaría, como las aves, encima de la ciudad entera.

Terminó tan mal esta vez la epopeya de los aires que la mordacidad social de aquella ciudad vengativa, inclemente con quien creara expectativas y luego fracasara, le cambió su nombre de Ícaro, y para el resto de sus días le llamaron “Pícaro”.

El trato de la turbamulta insatisfecha con el frustrado personaje heroico fue injusto de principio a fin.
El muchacho se llamaba Hermógenes y nunca se le oyó pedirle a nadie que le dijera de otra forma, ni jamás presumió de valiente ni de émulo de personaje mitológico alguno. Era tan solo un joven humilde y soñador que trataba, como muchos a su edad, de salir del anonimato y procurarse unas mejores condiciones de vida, las cuales creían todos alcanzar por conducto de la fama. No se supo en qué momento, pero resultaron bautizándolo Ícaro y elevándolo a los altares del heroísmo local, como lo hacía con frecuencia aquella ciudad, en búsqueda constante de sus propias celebridades, con seres modestos que lo exponían todo, hasta la vida, con tal de obtener el reconocimiento de la jauría al acecho.

El día de su lanzamiento, la ciudad se paralizó, sobrecogida por una extraña mezcla de incredulidad, ansiedad y asombro ante la perspectiva de que su héroe pudiera, de verdad, dejar pasmado al universo.
Ícaro sostenía que, con sólo batir sus alas, aquella aerodinámica creación suya, la cual le rodeaba el cuerpo con unas extrañas correas, lo transportaría desde Morropobre, donde tantas veces vieron a Beto Espitia perseverar en su sueño de volar hacia las estrellas a bordo de una de sus gigantescas cometas multicolores, hasta los llanos de Las Terrazas, donde se esparcieron un día los fragmentos de una avioneta que chocó en el aire contra un enorme avión de pasajeros.

Una vez superara esa primera hazaña, el asombroso pájaro humano local se proponía maravillar a su pueblo y petrificar al mundo con la proeza más portentosa: atravesaría, de lado a lado, desde los cerros del oriente hasta las hondonadas del oeste, desde Morropobre hasta Campo Hermoso, la tierra de las cigarras, aquella urbe que tanto amaba y a la cual le dedicó, a través de la radio, con la voz trémula por la emoción, toda la grandiosidad de su gesta.

Ícaro llegó al lugar del lanzamiento con veinte minutos de retraso. Julieta Álvarez, con una camándula entre los dedos, rezaba por ese nuevo soñador que se aventuraría a traspasar los aires de la ciudad a brazo limpio, agitando aquellas alas que, desde un principio, le parecieron desproporcionadamente grandes para su cuerpo desolado. El creador de la aventura aérea se lo pintó con aves de vivaces colores e indescifrables jeroglíficos a manera de tatuajes de achiote, para darle una apariencia más atlética.

Los vendedores de helados, pocicles y vikingos callaron su vocinglería cuando lo vieron al borde del filo montañoso, y la multitud elevó la mirada y abrió la boca en los instantes en que desplegó las alas gigantescas, y, de una vez, sin cavilaciones ni prolegómenos, se lanzó al vacío.

Julieta Álvarez, arrobada por la fascinación del espectáculo y acelerando sin control el paso de sus dedos por las cuentas del rosario, vio con claridad premonitoria que el pájaro humano empezó a dar muestras de desfallecimiento, porque ya no movía los brazos con la misma agilidad y compostura de los inicios, pero por algunos segundos, y en medio de la ensordecedora gritería, llegó a creer que se trataba de una táctica del nuevo héroe anónimo en busca de la gloria. Sin embargo, la invadió la angustia del peligro cuando percibió con nitidez la pérdida sostenida e irrecuperable de altura, captó la disminución de los gritos, los primeros comentarios desconsiderados contra el joven que infructuosamente trataba de sostenerse en el aire apretando los dientes con desesperación, las primeras vulgaridades dirigidas al infeliz, hasta que dejó de rezar y guardó la camándula cuando lo vio venirse abajo con ímpetu y caer sobre la maraña de pastos silvestres de los riscos.

Aparte de Julieta Álvarez, sólo se apiadó de él la policía, que, armas de fuego en mano, y presagiando con temor la imposibilidad de contener a la turbamulta, les advirtió con gritos a los enardecidos espectadores, que el frustrado héroe tenía derecho a ser atendido por un médico y que la autoridad dispararía sin contemplaciones ante la más mínima tentativa de linchamiento.

Mientras los uniformados se internaban entre los matorrales en busca del desgraciado, la marejada humana improvisó un coro digno de mejor causa: mientras las mujeres gritaban: “¡Ícaro!”, los hombres contestaban: “¡Pícaro!”.

Así, entre aquella vocinglería huérfana de humanidad, se cumplió la penosa tarea del rescate.

Julieta Álvarez alcanzó a observar, en la fugacidad de un segundo, el rostro bañado en sangre del inventor de aquel absurdo desafío y tuvo la impresión de que escuchó sus gritos desgarrados de dolor, ahogados por la estridencia irracional de la patanería colectiva.

 

 

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