Tierra de cigarras (Novela. 2000. Capítulo XXXI). Óscar Humberto Gómez Gómez

 

Pocos días después de su llegada a la ciudad, aquel pequeño e ignoto individuo que, silencioso, descendió por la calle de las palmeras cargando su bombarda, era ya un vecino más, apreciado por todos los que percibían en él y en su monumental instrumento de cobre las posibilidades inminentes de un reencuentro feliz con el pasado.

En otros tiempos, que los viejos añoraban con hondos suspiros de nostalgia, el ayuntamiento ofrecía, semana tras semana, la retreta de las tardes dominicales, la misma que los habitantes se paraban a ver y oír en los parques y en las plazas públicas donde tal regalo musical se les obsequiaba.

Sí, los músicos de la banda municipal, integrada entonces tanto por personajes prominentes como por hombres del común, entremezclados todos sin miramientos de ninguna índole alrededor de las partituras dispuestas sobre los añejos atriles a la espera de ser ejecutadas, iban arribando al parque principal o al lugar escogido para la presentación popular, y, una vez reunidos bajo la batuta de su director, daban inicio a los primeros toques, mientras las parejas, abrazadas con un amor elemental y simple, iban desocupando a manotadas llenas las bolsas interminables de crispeta, un maíz pira reventado y agigantado por el fuego en las cocinas caseras, un exquisito cereal que de unas pepitas amarillas, duras y diminutas pasaba a convertirse en unas gigantescas montañas blancas, transformación que al comienzo le ocurría casi siempre ante la mirada expectante de los niños, quienes, más tarde y por terminantes órdenes paternas, impartidas en prevención de una indeseada quemadura, tuvieron que seguir pendientes del milagro desde el patio.

Con el transcurrir de los años, sin embargo, las bandas gubernamentales de música fueron poco a poco quedando relegadas en las oscuras trastiendas del olvido. Las de la mayoría de los pueblos y villorrios de la región no existían ya, pues los músicos más ancianos se fueron muriendo de pena y el decadente instrumental quedó expuesto a la intemperie implacable del abandono; las demás apenas sobrevivían, ensayando con un instrumental cada vez más desvencijado, un número de integrantes cada vez más reducido y un porvenir cada vez más incierto.

Pero la pequeña ciudad donde Julieta Álvarez vivía habría de correr otra suerte.

Sucedió, ciertamente, que más como resultas de un milagro que por oferta suficiente de aspirantes, lo cierto fue que aquel personaje insignificante, aquel modesto caballero de raído traje único, aquel artista desconocido del que se supo que podía seguir vistiéndose de azul gracias a los logros que las tintorerías obtenían utilizando un producto llamado “Iris”, aquel ser sin más fortuna que su talento, aquel pobre hombre venido de tierra ignota y remota, aquel inquilino sin nombre de algún cuartucho anodino ubicado en cualquier parte, de un cuartucho seguramente refundido en alguna calle olvidada de la empobrecida periferia citadina, en fin, aquel simpático y sencillo señor de la bombarda, terminó armando una gran banda de música.

Lo fue logrando con paciencia insobornable, preguntando en una parte y en otra, husmeando arpegios donde menos podría pensarse que los hubiera, indagando aquí y allá sobre el más mínimo indicio que pudiera conducirlo a cualquier persona remotamente interesada en hacerse partícipe del milagro de la resurrección — milagro que él pronosticaba con firmeza como posible—, rogándole a uno y suplicándole a otro que, por favor, aportara los últimos restos de sus ya quizás desgastadas energías, todo ello para contribuir a que sonara de nuevo la banda, a que emergiera otra vez de los profundos abismos del silencio eterno, logro sobrenatural que, de paso, le permitiría hacer revivir, con toda la fuerza de un entusiasmo indeclinable, las vivencias añoradas de un pasado que, en su sentir, no tenía por qué resignarse a seguir muerto.

El grupo empezó a contar con más y más músicos, jubilados todos a la fuerza, desde lustros atrás, debido a la decadencia de las costumbres, recluidos todos desde hacía ya largos años tras los muros sombríos de un retiro sin pena ni gloria, cada uno de los cuales, por fortuna, fue aportando, no sólo sus conocimientos y su experiencia en el terreno musical, sino —lo que resultó ser aún más definitivo para el éxito de la quijotesca empresa— el instrumento que ejecutaba, instrumento por lo general constitutivo de la única propiedad que poseía en la vida, hasta cuando, finalmente, se dio el día feliz del primer ensayo, y del segundo, y del undécimo, y una mañana cualquiera, el frágil vejete de la bombarda proclamó a los cuatro vientos, en pregón notificado por bando y reproducido, de mala gana desde luego, por las escépticas emisoras de radiodifusión, entregadas en alma y cuerpo a todo lo que cultura y tradición no fuera, que quedaba reconstruida, desde ese instante y para el resto de la historia, la nueva banda municipal de la ciudad, y que su ya preparado repertorio sería estrenado en sesión de gala a celebrarse el fin de semana siguiente bajo los palios naturales y acogedores que formaban los árboles eternos y frondosos del parque principal.

Se llegó el gran día, en medio de la expectativa de unos pocos, de la curiosidad de muchos y de la falta de apoyo económico de la mayoría, una mayoría refractaria con tozudez, como todas las mayorías a lo largo de la historia, a las manifestaciones más límpidas del arte.

La banda se integró en el parque con una rapidez inusitada, pues quienes la conformaban, invadidos por la nostálgica alegría del reencuentro con el amor a la música, que era como decir con el amor a la vida, arribaron muy temprano a su puesto de actuación, equipados debidamente con sus respectivos instrumentos.

El último en llegar fue, paradójicamente, el señor de la bombarda.

Y fue que al alma y corazón de aquella idea, antes de encaminar sus pasos hacia el parque, le dio por volver a repetir primero y a propósito su desfile solitario de llegada y por eso apareció de nuevo, con su bombarda más relumbrosa que nunca, por los cerros del oriente, bajó por la calle de las palmeras, saludó con su sonrisa de incisivos de conejo a los parroquianos que permanecían en las puertas de sus casas, reacios a ir al encuentro con el lenguaje de los dioses, y bastaron su mirada tímida, y las facciones de su cara humilde, y su vocecilla de flauta, para convencer a muchos de que era conveniente bajar al parque y dejar en casa la monotonía esterilizadora de una vida rutinaria.

Pero no fue eso lo que volcó la ciudad entera sobre el parque, sino la realización del milagro. Fue aquella maravilla inefable la que removió los corazones endurecidos por la indiferencia y convirtió aquella retreta en el espectáculo maravilloso que todos los cronistas del universo narrarían a lo largo de los siglos venideros cuando ya en toda la tierra solamente se hablara y se escribiera en esperanto.

Porque cuando los músicos, luego de los caóticos toques con los que cada uno se cercioró de que su instrumento se encontraba en condiciones óptimas, y guiados por la batuta del ya anciano ex director de la banda, un hombre salvado —gracias a la fervorosas oraciones de su mujer a Santa Rita de Casia, patrona de las causas imposibles— de los oscuros socavones de un alcoholismo pronosticado por la ciencia como irreversible, dieron inicio a la primera pieza, una linda y pegajosa marcha olvidada hacía mucho tiempo en los anaqueles de la amnesia colectiva y titulada “Coronel Bogey”, con cuyas notas había sido ambientado un filme memorable llamado “El puente sobre el río Kwai”, he aquí que empezaron a oírse, primero como una alucinación auditiva —una alucinación que cada cual fue descartando a medida que le preguntaba a su vecino si estaba escuchando por casualidad lo mismo que el interrogador percibía con claridad inaudita y recibía la respuesta afirmativa acompañada por los rasgos faciales de la perplejidad y del asombro—, y luego con claridad estremecedora, unos trinos melodiosos, sí, unos trinos como provenientes del cielo, unos trinos celestiales que fueron invadiendo poco a poco, pero con creciente intensidad, el ambiente de aquel parque atestado, de suerte que los asistentes a la retreta al principio y los músicos también momentos después, sin dar todavía crédito a lo que oían, empezaron a recorrer con la mirada los cielos azules del domingo, las frondas de los árboles centenarios, el entorno todo de aquel lugar capturado por los deleites sobrenaturales del encantamiento colectivo, y fue entonces cuando descubrieron fascinados el milagro: una bandada de pájaros comenzaba a llegar al parque, procedente de ninguna parte, y el firmamento impertérrito, y los árboles, y las torres, y las cuerdas, y los contornos de aquel lugar, se iban todos atiborrando de aves de diversos colores cuyos cantos melodiosos y gorjeos principiaban a extenderse con rapidez por la ciudad entera, de modo que apenas unos minutos después ya era realidad la materialización inexplicable de una portentosa maravilla.

Fue así que la banda municipal, la revivida banda municipal, la banda absorta esta vez por la hermosura sin par de la desconcertante magia ornitológica, interpretaba aquella marcha retornada al presente por los músicos recopilados gracias a la paciencia y la tozudez del señor de la bombarda, pero aunque lo hacía sin apartarse del rigor de sus revividas partituras, sí arreciaba su toque con mayores bríos, con un entusiasmo aún más acentuado que aquel que les pudiera insuflar su vocación artística, y lo que comenzaron a escuchar, entonces, aquellos oídos beneficiados por tal privilegio, fue la retreta más preciosa que oído alguno haya podido percibir desde los orígenes del mundo.

A medida que avanzaba la pieza, iban llegando más y más bandadas, y se hacía más y más sonoro aquel cantar de fantasía. Arribaron al sitio, en un principio, dignos y meritorios exponentes del pájaro diostedé, del pájaro arañero, del pájaro picamaderos o pájaro carpintero, del pájaro burro o rabihorcado, del colibrí, picaflor, chupaflor, pájaro mosca o pájaro resucitado, de la viuda del paraíso, del bengalí, del diamante colilargo, del paquicéfalo de pecho dorado, del garrulo de mechón blanco, de la muscicapa, del pájaro azul, del toche, de la curruca, de la aguzanieves, pizpita, pizpitillo o pajarita de las nieves, del maluro, del pájaro dorado, del zorzal o tordo, de la dronta, del gorrión, del cardenal, del verderón, del mirlo, del cucarachero, del pájaro campana, del pájaro chogüí, de la paloma torcaz, de la paloma guarumera, del herrerillo o herreruelo, del azulejo, de la paloma mensajera, de la calandria, del gorrioncillo pecho amarillo, del pájaro espino, del jilguero o colorín, del reyezuelo, de la alondra, de la tángara azul de cabeza amarilla, del gallito de roca, y de centenares de aves, muchas de las cuales nunca jamás habían cantado, pero lo hicieron ese día, y con tal maestría, que parecía como si sus ensayos sinfónicos dataran de los tiempos anteriores al diluvio.

Empero, cuando ya la marcha inaudita se oía en toda la plenitud de su sin igual hermosura, llegó el grueso de los canoros y redobló la maravilla del encantamiento. Por nubes, aparecieron, entonces, reyezuelos de Nueva Zelanda, sabaneros, herrerillos de cola larga, fringilinos, papamoscas, cornejas, oropéndolas, tordos manchados, picagregas, pit-pits, clángulas, alcaudones, abadejos, emúes, comejejenes, muscarias del Viejo Mundo, gorriones de las rocas, monarcas, tanagras, lavanderas totochillas, vireos, fregadores, trepatroncos, vencejos de río, cazazancudos, aves del paraíso, picazas galdones, mirlos del Nuevo Mundo, mirlos de agua, tejedores, pájaros sol, ratonas, pájaros lira, tilonorrincos, golondrinas, currucas de África, turpiales, zorzales culiblancos, cazaarañas, sítidos, picazas, pájaros erizo, bulbules, codornices malvía, picagregas, pájaros hormigueros, picoteadores crestados, horneros, cuervos, trepadores, pico espinas, pinzones Cardueline, pájaros azote, herrerillos malvía, zapapicos, golondrinas de los bosques, régulos, muscarias, paros, picoteras, herrerillos, estorninos, currucas, sinsontes, tarabillas, picos murarios, petirrojos y reyezuelos bellos, y la marcha se prolongó durante largos minutos, minutos que nadie deseaba que se agotaran, hasta que el director de la banda decidió cambiar de pieza.

Nadie pudo explicarse la razón por la cual aquel acompañamiento encantado mostró saberse a la perfección todas las partituras del extenso repertorio.

 

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Una noche cualquiera, solo, sin avisar ni despedirse, se fue de la ciudad el señor de la bombarda. Llevaba puesto su único vestido, el mismo trajecito azul oscuro y la misma camisa blanca con cuello de pajarita de los conciertos de maravilla. La banda había tenido que disolverse por falta de apoyo gubernamental, pues las arcas exhaustas del erario no eran capaces de resistir ya la pesada carga de los saqueos impunes a que la sometían a diario los funcionarios corruptos, a quienes los jueces de la república sometían a dilatados juicios y, en estricta aplicación de unas normas alcahuetas, los enviaban, a una espera rigurosa de la condena, tras las paredes de sus lujosas mansiones, adquiridas con el sudor de una infeliz ciudadanía encadenada siempre a unos fardos impositivos de espanto.

Julieta Álvarez fue una de las pocas personas que tuvo el coraje suficiente para escribirles a las insensibles autoridades públicas una misiva en cuyas líneas, trazadas a mano con caligrafía impecable, protestaba con vehemencia por la inaudita actitud oficial asumida contra una agrupación artística que había sido capaz de romper los témpanos del tedio y sacudir a los habitantes de aquella ciudad inconmovible para que volvieran a vibrar los domingos por las tardes en los conciertos celestiales de su banda municipal resucitada. Le contestó un opaco burócrata de tercera por medio de una opaca carta burocrática de tercera en la que le daba unas opacas razones burocráticas de tercera con las cuales justificaba al ayuntamiento, a la prefectura, a la gobernación, al cabildo, a la diputación y, en fin, a toda la frondosa burocracia por no poder hacer ninguno de sus representantes absolutamente nada para evitar la catástrofe.

Los pájaros, contagiados también por el desaliento, asistían a las retretas cada vez en menor cantidad y cantaban cada vez con menos ganas, hasta que un día cualquiera el único que se hizo presente fue un viejo grajo, que prefirió quedarse callado, consciente como era de que el milagro musical había concluido y por su pico ya no brotarían más los aires de belleza sin igual que habían emergido desde la primera retreta.

Aquel viejo grajo resignado era consciente de que la asombrosa maravilla sonora de los otros días estaba irremediablemente condenada —y seguramente lo había estado desde el principio—, a que ya nunca jamás volvería a producirse.

 

 

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