Tierra de cigarras (Novela. 2000. Capítulo XXIV). Óscar Humberto Gómez Gómez

 

La noticia de que su padre, el apreciado alquimista del pueblo, había decidido partir, llevándose consigo el abultado equipaje de sus frascos y de sus esperanzadoras combinaciones químicas indescifrables, en un largo periplo hacia los mundos insondables de lo eterno —viaje de sortilegio a cuyo retorno, según le habían escuchado balbucear durante los últimos delirios de la fiebre, aspiraba traer a su tierra, convertido por fin en realidad, aquel sueño siempre esquivo que lo había acompañado desde niño, el de descubrir la panacea universal, la piedra filosofal y el secreto de la inmortalidad—, se la trajeron con las primeras manifestaciones del otoño, cuando ella no sabía todavía de su último embarazo.

Fue tanta su depresión sin fondo, que una tarde cualquiera de sábado, en el sopor paralizante de las cuatro, escribió una breve epístola, al vaivén de su silla mecedora, dirigida nunca se supo a quién, en la cual, negándose a comprender, ni mucho menos a aceptar, las intrincadas explicaciones de la alquimia y de la filosofía sobre la verdadera naturaleza de la muerte, daba a conocer su irreductible voluntad de reunirse pronto con sus progenitores ausentes.

Al cabo de unos pocos días ya daba muestras inequívocas de no sentir la misma emoción que ponía de manifiesto cuando escuchaba en la radio los poemas sublimados de “El Rapsoda de las Calles”, quien había alcanzado en su trasegar vagabundo el estatus decoroso de director honorífico de un brevísimo programa cultural que, a pesar de su duración diminuta, le permitía extender el poder de su palabra enamoradiza con la cómplice magia de la onda corta, la onda larga y la frecuencia modulada, y gracias a ello el auditorio con que contaba para su preciosa declamatoria lírica ya no se limitaba, como antes, a los espontáneos corrillos formados al desgaire en las esquinas del centro urbano, sino que ahora el barbudo poeta del cabello blanqueado les ofrecía el embrujo de sus recitales de fantasía a ignotos oídos de gentes desconocidas y remotas al poderlos esparcir a mil leguas de distancia gracias al embrujo cautivador de las ondas hertzianas.

Más bien escuchaba los tangos de moda, aquellas canciones argentinas cargadas de sentimientos melancólicos y dramas humanos de los arrabales bonaerenses, la varita encantada con que, por ejemplo, Libertad Lamarque golpeaba con su voz acariciadora la roca inamovible de los corazones endurecidos por la cotidianidad y la indiferencia, aunque de esta cantante, en particular, le agradaba en especial uno titulado “Agüelita: ¿qué horas son?”, tango tan tierno como dramático que, por infortunio, desencadenaba en ella el no deseado corolario de incrementar dentro de su espíritu atribulado las ya de por sí torrenciales dosis de entristecimiento y desencanto.

No le interesó, en razón al derrumbe inocultable de su estado anímico, la caída de las primeras hojas amarillas del árbol sempiterno del solar casero; tampoco, la insistente aproximación de la pequeña perra casera, que se venía hacia su lado mientras agitaba sin cesar su rabo de juguete, o trataba de saludarla, o intentaba llamar su atención atravesándole a su paso la esquelética silueta de can procedente de cualquier parte; ni mostró interés alguno en buscar de nuevo la complicidad del cancionero, el librillo popular que en aquella época romántica solía llenar la soledad de las muchachas, quienes se extasiaban repasando con apoyo en él las letras de viejas y de recientes canciones románticas, pues todavía, en aquel entonces, la música se componía con ternura, poesía y magia; ni lo tuvo en entretenerse con los anuncios que advertían a los cuatro vientos, desde las pantallas de televisión del barrio entero, encendidas al tiempo, la proximidad de “Lassie” o la inminencia de “Hechizada”; ni la motivaron en momento alguno los ecos lejanos provenientes del “Everest”, que invitaban a bailar en aquel famoso grill oriental con la orquesta del siguiente viernes; ni vio atractivo de ninguna clase en la propuesta reiterada de los domingos para tomarse fotografías de colores frente a la cascada torrencial de aguas espumosas del nuevo acueducto municipal, el gran acueducto de tuberías que, al cabo, terminó por convencer a los habitantes desconfiados, con la fuerza persuasiva de los contadores instalados en los andenes sin permiso de los propietarios de las casas por los Talleres El Cóndor, de que había llegado, por fin, la hora histórica en que el agua de la ciudad no tendría que volver a ser arrancada del profundo corazón de los aljibes ni transportada a lomo de burro desde los generosos surtidores abiertos por la naturaleza sobre las breñas aborígenes de Los Escalones o Las Chorreras de Don Juan. Tomó, más bien, la decisión irreductible de no abandonar nunca más la silla mecedora y, en medio del estricto cumplimiento de aquella determinación irreversible, ni siquiera la conmovió el bochinche que una mañana cualquiera sacudió, como un sismo auditivo, la monotonía de los aires en su barrio para hacerles saber a todas y a todos, señoras y señores, damas y caballeros, grandes y chicos, que acababa de llegar, nada más ni nada menos, que la fanfarria multicolor del más grande espectáculo del mundo: ¡el circo!

Llegaba el circo, sí, y llegaba, según la ronca y estridente vocinglería que trataba de brotar por los altoparlantes gangosos instalados en el techo de una camioneta Fargo atestada de payasos de alquiler que saludaban con la mano a los ensordecidos transeúntes de la calle de las palmeras, con un sensacional elenco de micos, en plural, de leones, en plural, de magos, en plural, de trapecistas, en plural, y de despampanantes rubias que harían las delicias del público volando como las mariposas a gran altura, y reforzaban los pintarrajeados cómicos la ruidosa invitación arrojando a los cuatro vientos unas octavillas impresas sobre papel de periódico, octavillas que iban siendo recogidas con avidez por los niños de la escuela, soltados una hora antes de la hora acostumbrada para darles la oportunidad, única y feliz, de salir a recibir la caravana.

Nadie cuestionó, sin embargo, el punto elemental y evidente de que tan solo una camioneta formara parte de la caravana que con tanto estrépito se anunciaba y no faltó quién lo atribuyera al hecho manifiesto de que aquella sola camioneta venida de los infiernos tenía lo suficientemente trastornada la tranquilidad del lugar como para que los aturdidos vecinos del barrio se pusieran en la pendejada absurda de desear más vehículos acompañantes o, peor todavía, más altoparlantes con la virtualidad suficiente de romperles los tímpanos, acostumbrados por entonces a la diaria e indeclinable compañía del silencio.

Mientras el vecindario todo, desde las puertas de sus casas o desde las verjas de sus antejardines, cuando no desde las esquinas y los andenes, detenía la vida en seco para dedicarse a ver pasar a los anunciadores de la trascendental novedad circense que arribaba, Julieta Álvarez no le abrió, en cambio, la más mínima válvula de escape a su monotonía. Continuó impertérrita, meciendo su tristeza en las patas arqueadas de la mecedora que iba y venía sin futuro, indiferente al discurrir ineluctable de las horas que, en su sentir, se marchaban para siempre.

Hasta que una mañana de domingo recapacitó sobre su tedio inmensurable, se cuestionó acerca de su verdadera etiología, se culpó a sí misma de su neurastenia y revocó con decisión la decisión original de permanecer sentada hasta la hora exacta de sus funerales.

– ¡Eh, avemaría! —exclamó para sí misma y tratando de sonreír sin amargura–. Antes de que venga la muerte por mí, alcanzo a jugar unas cuantas partidas de tresillo, de ropilla o de toruro.

La recordarían más tarde, sentada con sus amigas alrededor de la enorme mesa del comedor principal, barajando las cartas con gracia, conversando animadamente sobre los hechos más recientes y tarareando sin pretensiones de ser escuchada desde las tonadas sin memoria del Dueto de Antaño hasta los últimos y modernos logros musicales de Leo Dan o César Costa.

A los pocos días de aquel nuevo reencuentro con la vida decidió volver a la calle y hasta cayó en la cuenta de que a su faz jovial y hasta ese momento adusta, como por obra y gracia de algún encantamiento, había retornado la sonrisa.

Para cuando recuperó su buen humor, sin embargo, el circo ya no estaba. Se había marchado días antes, sumido en el silencio taciturno del fracaso, recogiendo con dificultad las últimas hilachas de su alegría de mentiras, sin decírselo esta vez a nadie, varios días después de la última advertencia de que, ahora sí en serio, se largaría a la mañana siguiente si esa noche la gente continuaba resistiéndose a llenar, al menos hasta la mitad, las cotidianamente desnutridas graderías. Ante la evidencia incontestable de aquella nueva frustración, luego de desarmar a las carreras las tablas también a las carreras instaladas y en las que supuestamente pensaban sus dueños que se sentaría el multitudinario público asistente, aquel infortunado representante del espectáculo más grandioso de la tierra lio en silencio sus bártulos de lástima y partió, herido de muerte, con rumbo hacia la desesperanza. No había valido la ruidosa parafernalia de su triunfal ingreso, ni la copiosa distribución de folletines impresos a las volandas con tintura de remolacha y ni siquiera el llamado suplicante del cura párroco a su feligresía, en plena misa dominical de seis, cuando interrumpió desde el micrófono del altar mayor a los cinco monaguillos que se aprestaban a iniciar el recorrido por las naves del templo con los platillos de recoger las limosnas y se lanzó a predicarles a los asistentes acerca de la virtud de la caridad cristiana, valor edificante y plausible que todos, eso dijo, podrían demostrar durante la semana siguiente si, en vez de darle limosnas a la iglesia, de todos modos bien necesitada de ellas a consecuencia del decaimiento que mostraban sus ingresos por la inoportuna derogatoria de la obligación canónica de pagar diezmos y primicias, acudían en masa, acudían como un solo hombre, al circo que se hallaba instalado desde hacía varias semanas en el barrio, un circo que, dada su extrema pobreza, reclamaba a gritos la ayuda de la comunidad entera. “Hoy, hermanos, no me den nada –había encarecido esa vez el predicador de amito, alba, casulla, cíngulo, estola y sobrepelliz, ante la mirada incrédula de los presentes y el desencanto inocultable de los niños, quienes ya estaban listos para arrojar dentro del plato limosnero las monedas que segundos antes les acababan de pedir a sus progenitores—. Vamos a demostrar, más bien, nuestra caridad cristiana. Como ustedes se habrán dado cuenta, hace ya varios días se instaló en el barrio un circo. No necesitaría decírselo, porque todos saben eso, pero aun así se lo recuerdo: es un circo pobre, muy pobre; se llama “El Zoocircus”; pues bien; vamos a ayudar a esa gente. ¡Vamos a ir todos, todos, todos a “El Zoocircus”!

Los primeros asombrados aquel domingo habían sido, por supuesto, los cinco monaguillos, abruptamente interrumpidos por su jefe cuando ya se disponían a la recolección de las ayudas. Y no estribaba su incomprensión de lo decidido por el clérigo, con tanta contundencia y de manera tan intempestiva, en que lo consideraran avaro, insolidario o codicioso y les sorprendiera, por ello, aquel gesto de desprendimiento.
Todo lo contrario. Sabían de sobra que era un hombre bueno y diáfano, además de una persona sin laberintos ni subterfugios, que en más de una oportunidad había demostrado sin largas prédicas su inveterada e idiosincrásica costumbre de llamar pan al pan y vino al vino. Un domingo, durante la misa de seis, por ejemplo, con el templo abarrotado hasta los límites del campanario y cuando se hallaba predicando acerca del valor de la responsabilidad, había rememorado cómo desde varios meses atrás había mandado construir un número considerable de bancas de madera para que en ellas pudiera sentarse la creciente feligresía, a buena parte de la cual le tocaba escuchar toda la misa de pie, por cuenta de la insuficiencia de asientos. “Pues bien –había puntualizado esa vez el presbítero–; esas bancas de madera les fueron encargadas a los carpinteros del barrio, a los señores Lizcano, aquí presentes, quienes no las han entregado todavía, a pesar de hallarse más que vencido el largo plazo pactado para ello”. Y había rematado la sorpresiva catilinaria con el público señalamiento de los incumplidos ebanistas: “Miren: allá en esa banca del fondo se encuentran oyendo misa, bien sentados, los causantes de que gran parte de ustedes deban oírla de pie”.

La asamblea en pleno volvió esa noche la mirada hacia ellos, hacia los avergonzados carpinteros del barrio, en medio del murmullo desatado por las risas y los comentarios de toda índole, mientras los destinatarios de la diatriba, tratando de ensayar una sonrisa, interpretada por unos como nerviosa y por otros como cínica, sentían el deseo vehemente, según contarían después a sus amigos más cercanos, de que la tierra se abriera bajo sus pies y se los tragara vivos, con todo y las bancas prometidas, el dinero anticipado del cura y las promesas incumplidas a él y a sus estoicos vecinos desde los principios mismos de la historia.

Sucedía, más bien, que el sacerdote se hallaba consagrado por entero a sufragar las deudas dejadas por la reciente construcción del club social y era inexplicable que rehusara, por el motivo que fuera, la oportunidad de recibir auxilios económicos. Y es que los monaguillos sabían que, al contrario, su párroco echaba mano de todos los recursos imaginables para obtener fondos. Durante las celebraciones de la Semana Santa, por ejemplo, instruyó a los cinco monaguillos sobre la táctica de revender los cirios. La idea fue tan simple como exitosa su ejecución. El cura dispuso que sería actividad piadosa suficiente para ganar las indulgencias, que se encendiera un cirio, se rezara un paternoster y, de inmediato, se abandonara el templo, a fin de permitir el acceso de los innumerables visitantes del Altísimo. Las escasas velas, acomodadas dentro de una caja de cartón, serían vendidas en el portal del templo por Ubaldo y José Hilario, dos de los cinco acólitos; los adquiridores las encenderían en el altar, rezarían la oración ordenada y se retirarían de la iglesia; para cuando ello ocurriera, no habrían transcurrido sino apenas unos cuantos segundos, tiempo en el cual era probadamente insignificante el consumo del pabilo; en ese momento harían su ingreso al templo los restantes monaguillos, Mario, Ciro Antonio y el otro, quienes observarían todo desde la sacristía; entonces cumplirían la bienintencionada misión: uno apagaría los cirios recién encendidos, mientras los demás lo cubrirían de la eventual mirada de los feligreses que se aproximaran y, a continuación, los velones regresarían a la caja para que Ubaldo y José Hilario volvieran a venderlos. Así, un mismo cirio era vendido, y vuelto a vender, y vuelto a vender otra vez, y otra, y otra más, en forma indefinida. Cuando por causa de una no esperada propagación de la flama o la demora imprevista de alguna beata reticente el pabilo se quemaba en demasía y hasta alcanzaba a producirse derramamiento de esperma, una cortante navaja de bolsillo, con cacha de color indescifrable a consecuencia del devenir draconiano de los siglos, guiada con destreza por la mano hábil y firme del cura párroco, solucionaba la cuestión sin problema alguno, pues no era sino rebanar unos milímetros el extremo superior de la vela y el cirio quedaba como nuevo. Al final, los velones habían sido vendidos en su totalidad, y no una sino varias veces, pero, sin embargo, la caja permanecía intacta, con todos los cirios dentro de ella.

El club, abierto meses atrás a todos los jóvenes del barrio para afianzar los puentes de acercamiento a su iglesia y, en palabras del cura párroco, con el propósito, más humano pero no menos loable, de alejarlos del interés, propio de la edad difícil que cruzaban, de buscar diversión en las ofertas no tan santas de otros sitios clandestinos cuya vida, obra y milagros se daban a conocer con minúsculas tarjetas de circulación oculta, quedaba ubicado en el costado sureste del templo, y fue allí donde Ubaldo y el otro monaguillo conocieron a la chica de los ojos verdes y el cabello castaño, liso e interminable que iría, durante los meses subsiguientes, a convertirse en la única causal de sus desavenencias.

Eran conscientes los cinco monaguillos de la rectitud sin tacha de su jefe, pero entendían con facilidad su imperiosa necesidad de conseguir dinero, pues ya habían podido percibir, en la propia casa parroquial, mientras iban a llevar las bolsas de obleas sin arequipe recortadas a máquina en forma de hostia y a retirar su pago ocasional y simbólico, que el cura les envolvía en pesados paquetes repletos de monedas de a cinco centavos, la presencia siempre bien recibida aunque no tan igualmente deseada de los cobradores, quienes se presentaban con las facturas del cemento, de los ladrillos o de los barnices, y a quienes tocaba muchas veces pasar por la vergüenza no sólo de decirles que todavía no había dinero suficiente para pagarles la cuota, sino, de remate, suplicarles, así fuera en suma deprimida, una oportuna colaboración para la iglesia. De ahí el tamaño monumental de su incredulidad ante la negativa del presbítero a recibir los aportes de aquel domingo, todo porque, según él, primaba sobre cualquier otra deuda pendiente, la obligación moral de la parroquia con aquel circo cuya estrechez le afloraba por todos los remiendos de la carpa.

Pero más grande fue su sorpresa ante la renuencia que, en todo caso, puso de manifiesto el barrio para asistir en muchedumbre, acatando la prédica del desconcertante sacerdote, al transitorio espectáculo visitante, cuya precariedad, ciertamente, quedaba al descubierto con tan sólo ojear de lejos el desteñido color de sus banderas maltrechas, que parecían hechas jirones desde los tiempos anteriores al diluvio.

No alcanzó a morir la semana, cuando, para colmo de desdichas, se les fugó el mico.

Sí, el mico, así en singular, porque, contrario a lo anunciado por los altoparlantes roncos y estrepitosos de la camioneta Fargo, en “El Zoocircus” nunca actuaron micos, sino tan solo un mico de mirada lagañosa y melancólica, como tampoco resultó ajustada a la verdad la aseveración repetida a voz en cuello y reafirmada en los volantes impresos con tintura de remolacha según la cual el circo dizque presentaba leones, magos, trapecistas, rubias exuberantes, y un largo etcétera, porque desde la salida decepcionada de los primeros espectadores empezó a rodar la bola de que no actuaban más que una pareja de payasos carentes de salero, un mago al que los niños de inmediato le descubrieron los trucos y terminó, a la postre, convertido en otro payaso más pues todos se reían de su torpeza, un elefante decrépito y rugoso cuyo número, en la presentación inaugural de vespertina, había consistido en salir al escenario, levantar las patas delanteras e ipso facto defecarse sobre la arena frente a la mirada cargada de fastidio y reprobación de los concurrentes, que consideraron un insulto a su presencia aquella inesperada faena escatológica, y un domador de nada que cogía a vergajazos a un tigre de embuste formado de mala manera por los mismos payasos disfrazados de animal salvaje, infortunado artista aquel de quien algún observador furtivo y agudo de las interioridades que se vivían tras bambalinas aseguró que a la primera que debía domar, más bien, era a la fiera de su mujer, una vieja gorda, fea y bigotona, con mirada de basilisco, a la que le atribuyeron, de inmediato y entre risotadas de solidario desquite con su infeliz marido, el imaginario papel de “La Mujer Barbuda”.

Tan pronto como se supo que el mico se había fugado del circo y tomado carrera hacia la parte occidental del barrio, se organizaron brigadas de solidaridad con aquel elenco desdichado y el pueblo se levantó en entusiasmo desbordante para apoyar las tareas de búsqueda, con el fervor que, en cambio, le había faltado para abarrotar la carpa desvencijada hasta el techo, aquel techo agujereado que permitía ver desde las graderías y agitadas por las brisas viajeras de las montañas de oriente las banderitas de colores en desgracia.

El mono fue atisbado cincuenta metros abajo de una tienda infeliz cuya existencia ya casi nadie recordaba porque la gente se cansó de preguntarle a la vieja tendera imperturbable que si vendía queso, que si pan, que si cacao, que si leche, que si cualquier cosa, y de recibir siempre la misma respuesta desalentadora: “No hay”, además de que corrió la sospecha colectiva de que el gato decrépito y enorme que pernoctaba encima del mostrador de vidrio, opaco por el paso de los siglos, manoseaba, a ciencia y paciencia de su ama, los escasos comestibles que se exhibían en aquella tenducha de lástima en la que, de remate, las vitrinas no tenían vidrios, sino anjeos.

Por allí, frente a aquel negocito sombrío, pasó raudo el mico, cansado de ser artista para las tablas vacías y, al darse cuenta de que había sido avistado por sus perseguidores, trató de acelerar la marcha, bajó por la calle más próxima, dobló la esquina siguiente rumbo al norte, avanzó frente a una zapatería de escasos clientes, siguió hacia un almacén de cerámicas de menos clientes todavía y atravesó el frontispicio de una florería sin clientes, no sin antes pararse allí un instante, atraído por el color y la fragancia de las begonias frescas, para ir finalmente a detenerse, dando brincos en el puesto, ante la puerta de la casa de Julieta Álvarez, que se encontraba abierta.

En ese momento, y cuando ya se escuchaba el tumulto de los perseguidores que se acercaban y de los perros lambones que, sin saber siquiera lo que estaba acaeciendo, se unieron con sus ladridos altisonantes al estrépito de los tropeles sudorosos que trataban de cazar al animal, vio a la sorprendida niña rubia de Julieta que lo miraba desde el centro del patio de su casa, bordeado de materos y uñas de danta. Entonces se dirigió rápido hacia ella en busca de su protección inmediata, expulsando con sus chillidos agudos la carga abrumadora de adrenalina que lo embargaba y, de una vez, sin preámbulos ni alistamientos, se arrojó de un salto a sus brazos y se agarró de su cuello, irradiando, al exhibir los dientes, la imagen de una sonrisa de triunfo. Los perseguidores, humanos y perrunos, dispersados desde cuadras atrás en pequeños y caóticos pelotones, empezaron a llegar, entonces, jadeantes y sudorosos, hasta la casa de Julieta Álvarez y, viendo al chimpancé en los brazos de la chicuela, se fueron aglomerando ante la puerta abierta en medio de un ensordecedor estrépito, pero ninguno se atrevió a invadir la morada ajena, sino que se quedaron todos expectantes mirando a la chama y llamando, con los ojos endurecidos, al cuadrúmano risueño trepado en sus brazos, hasta que éste, por su propia iniciativa, como si se hubiese convencido de que su tentativa de fuga había terminado, descendió sin oponer resistencia de su precario refugio y se entregó a disposición de sus perseguidores.

Esa misma noche, los empresarios de “El Zoocircus” dieron por finalizada su aventura y levantaron la carpa para siempre.

 

 

¡Gracias por compartirla!
Esta entrada fue publicada en Novela. Guarda el enlace permanente.