Bucaramanga en los años 70 // CECILIA VANEGAS Y LA LEGIÓN DE MARÍA (Memorias). [Capítulo V]. Por Óscar Humberto Gómez Gómez

 

 

Yo era consciente de que iba retrasado y por eso aceleré el paso hacia la casa de la calle 42 con carrera 11 donde se venía reuniendo mi “praesidium” recientemente.

El cambio temporal de sede se debía a que la casa cural estaba siendo sometida a reparaciones locativas y por ello desde el pasillo de entrada hasta las puertas de ingreso a los salones asignados al “praesidium” de Cecilia Vanegas y al mío el piso se hallaba cubierto por hojas de periódicos viejos extendidas, promontorios de cemento y de arena, cernidores, tarros de pintura a medio llenar y escaleras de madera recostadas en los muros mientras que, parados sobre sus peldaños, los albañiles cubrían los estragos del tiempo con el remedio inmemorial de la brocha gorda y el carburo.

 

 

La puerta de la nueva sede provisional permanecía abierta y luego de atravesarla uno, también hacia la izquierda, igual que en la casa cural, quedaba el salón que había sido habilitado para las reuniones.

Ingresé, pues, al inmueble con decisión mientras alistaba la Catena Legionis sacándola de entre mis libros colegiales. La puerta del salón se encontraba cerrada y por ello toqué con los nudillos. Sin embargo, cuando me abrieron noté que Herman Óscar no estaba sentado, sino de pie, esbozando su emblemática sonrisa, pero mirando hacia el piso y con los brazos extendidos y cruzados sobre el bajo vientre, mientras Salomón Montaña culminaba de leerle un documento que sostenía en sus manos. De inmediato, Herman Óscar, sin dejar de sonreír, se despidió con cortesía y, mirándome, empezó a caminar con prontitud hacia la puerta . Yo me abstuve de entrar porque supuse lo que acababa de suceder adentro. Ambos nos retiramos unos pasos en silencio, caminando hacia la puerta de salida, pero sin llegar a ella. En ese punto nos detuvimos y fue entonces cuando mi compañero de estudios me saludó, sin dejar que se esfumara su sonrisa y con su actitud serena, de muchacho noble y elemental, con la que siempre habría de recordarlo.

 

 

—¿Qué pasó?—, le pregunté.

Él no me respondió, pero en su cara anchurosa enfatizó los contornos faciales de su resignación.

—¿Nos echaron?—, le pregunté.

Él apenas asintió con la cabeza.

Entonces lo tomé del brazo y le indiqué el salón, que en ese momento aún tenía la puerta abierta.

—Vamos—, le dije indicándole el lugar—. Yo no escuché la lectura del documento.
—Yo no creo que valga la pena— me dijo—. Me parece que lo mejor es que nos retiremos.
—¿Pero qué sucedió? —insistí en indagarle—. ¿Qué dijeron?
—Leyeron una carta que mandaron de la Casa de la Legión —me respondió—. Desde esta noche estamos por fuera.
—Pero, ¿no se la dieron?—, le pregunté.
—No —me contestó—. Es que no va dirigida a nosotros.
—No importa —le dije—. Lo mínimo que han debido hacer es entregarnos una copia.
—Pero, ¿para qué? — insistió.
—Al menos por cortesía—, le argumenté.
—Ya démonos por notificados y vámonos—, me dijo.
—No —le contradije—. Yo quiero que a mí también me la lean.

Y enseguida avancé, tomándolo otra vez del brazo, hacia la puerta, que acababa de ser cerrada. Hermann Óscar, sin embargo, no llegó conmigo hasta la puerta, sino que se detuvo y me dejó continuar solo.

 

 

Toqué con los nudillos y casi de inmediato abrieron. La ocasional portera resultó ser la joven hermana Sonia Amaya quien me sonrió con amabilidad y simpatía. Yo avancé apenas un paso hacia adentro mientras ella permanecía unos instantes de pie junto a mí antes de regresar a sentarse.

—Buenas noches—, saludé.
—Buenas noches —contestó la concurrencia, aunque no estoy seguro de que lo hayan hecho todos.
—Me dice Herman Óscar que leyeron una carta—, dije.
—Sí, así es — respondió Salomón Montaña con su voz de bombo y una sonrisa gentil.
—La enviaron de la Casa de la Legión—, complementó como si estuviera presentando excusas.
—¿Podría tener una copia?—, pregunté.
—Tanto como una copia no —me respondió el vicepresidente—. Pero si quiere escucharla, se la leemos con todo gusto.
Yo iba a decir que sí; finalmente, era a eso que me había devuelto y que había tocado la puerta. Pero enseguida sentí una sensación súbita de tristeza y cambié de parecer.

 

 

Salomón Montaña se había puesto sus anteojos y había empezado a destapar el sobre cuando lo interrumpí.
—No, no hace falta —le dije suavemente y con una sonrisa de cortesía—. Mejor me retiro. Muchas gracias por haberme dado la oportunidad de conocerlos.
A continuación me fui retirando mientras levantaba la mano derecha y la agitaba de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, tal y como lo hacía el padre Facundo García cuando literalmente se deslizaba de la reunión luego de habernos acompañado unos minutos preliminares como nuestro guía espiritual. Un coro ininteligible me contestó de diversas maneras. Antes de que yo mismo cerrara la puerta para siempre, alcancé a observar a la hermana Elisa Amaya —hermana de Sonia no solo por ser ambas legionarias, sino por parentesco—, a la joven hermana María Auxilio Plata y a su mamá, cuyo nombre no logro recordar, ambas residentes en una casa ubicada en el tapón de la carrera 9 donde desembocaba la calle que subía desde el occidental barrio La Joya, al costado sur de la Concentración Escolar de Varones José Camacho Carreño. Entonces me sorprendió el darme cuenta de que estaba triste.

 

 

En la puerta de la casa me esperaba Herman Óscar.
—Listo — le dije sonriendo sin alegría—. Ahora sí es en serio que ya no somos legionarios.
Y él también volvió a esbozar su conocida sonrisa resignada.
—Sí — apuntó—. Ahora somos ex legionarios de María.

Permanecimos en silencio unos cuantos minutos al frente de la puerta hasta que él me preguntó si lo acompañaba hasta “la zona fronteriza”.

Sucedía, en efecto, que ambos habíamos hecho un pacto según el cual cuando él estuviera en mi casa y le cogiera la noche o a mí me sucediera lo mismo hallándome en la suya, el uno acompañaría al otro hasta un lugar que de mutuo acuerdo habíamos estimado como equidistante entre una casa y la otra. Cuando, conversando por supuesto, llegábamos a ese punto, lo más probable es que permaneciéramos allí platicando un rato más hasta que, finalmente, el uno continuaba su camino y el otro se devolvía. Por cierto, en una oportunidad Hermann Óscar me pidió la reconsideración de la ubicación de aquel lugar intermedio, pues, según me argumentó, se había puesto a hacer cálculos y había descubierto que él estaba resultando en desventaja, pedido que yo no objeté en lo más mínimo y, por el contrario, acepté gustoso. Desde ese día, pues, “la zona fronteriza” quedó corrida una cuadra más hacia la casa de Herman Óscar.

A él la sensación de que ya se encontraba prácticamente en su casa se la daba la concurrida tienda esquinera que se hallaba ubicada en el mismo inmueble de su residencia, nunca supe si porque su mamá se lo había arrendado al tendero o porque este lo había alquilado por separado. De hecho, jamás supe, ni me interesó saber, si la madre de mi compañero era la propietaria de aquel inmueble.

A mí, en cambio, esa sensación me la daba la proximidad nada más ni nada menos que del comando de la policía.

 

 

Inexplicablemente, cuando Herman Óscar y yo empezamos a caminar por el andén en busca de “la zona fronteriza”, ya se me había desaparecido la tristeza.

Y es que rápidamente comprendí esa noche que tenía toda la razón del mundo el hermano Salomón Montaña cuando diferenciaba lo material de lo espiritual a propósito de las obras de misericordia.

Había entendido, ciertamente, que esta vez, y que todas las veces en que pasara algo parecido en mi existencia, yo debería comprender que a uno, a lo largo de la vida, lo podrán sacar los demás de donde sea, pero que tan solo podrán hacerlo materialmente, pues en cuanto a lo espiritual, siempre será uno quien decida si se va o si se queda.

 

 

[CONTINUARÁ]

 

 

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