Bucaramanga en los años 70 // CECILIA VANEGAS Y LA LEGIÓN DE MARÍA (Memorias). [Capítulo I]. Por Óscar Humberto Gómez Gómez

 

 

Anfitriona de trato cálido y amiga siempre amable y acogedora, era morenita, pequeña de estatura, de cabello negro y generalmente corto, grandes ojos negros, mirada vivaz y dueña de una risa fácil, más allá de lo que en contrario pudiera pensar quien no la hubiese tratado de cerca.

Vivía mi amiga Cecilia Vanegas en la carrera 14 entre las calles 42 y 43 — al costado oeste de aquella carrera, hoy totalmente capturada por eso que llaman progreso —, tres cuadras arriba de mi casa, que coincidencialmente también estaba ubicada al costado occidental, igual que la de ella.

Vivía allí, sí, en aquella casa grande y construida a la usanza tradicional, con techo de tejas, portón, contraportón, zócalo, zaguán y postigo, a cuya amplia sala la aireaba la brisa de los cerros, que en aquellos tiempos aún alcanzaba a atravesar mi ciudad natal y a colarse por entre las ventanas de casas distantes hasta las cuales parecía impensable que llegara. Era una casa de espacio quizás tan generoso como la mía (aunque la vez en que se lo pregunté, pues en realidad yo nunca pasé de la sala, ella me dijo que no era tan extensa), pero, en todo caso, a juzgar por su sala, bastante mejor amoblada y decorada. Vivía allí, digo, desde mucho antes de que yo me trasladara con mi familia a ese sector, un sector a la sazón residencial y tranquilo, ubicado aún dentro de los invisibles linderos que demarcaban la tradicional parroquia de San Laureano.

De aquella casa, al igual que de la mía, no quedan más que los recuerdos, cada vez más difuminados, de mi ardorosa juventud, época en la que Cecilia desempeñó un papel protagónico de primera línea.

 

 

En realidad, a la Legión de María como tal yo había ingresado desde antes, desde cuando aún vivía arriba, en el inolvidable barrio del oriente bumangués en el que, entre otras muchas cosas, conocí a la jovencita que por primera vez atrajo mi atención de adolescente, vestí el alba de los monaguillos y aprendí a montar en bicicleta, y era, por lo tanto, un joven feligrés de la parroquia de la Santísima Trinidad y, por ende, asiduo visitante del diminuto “club” contiguo al templo.

“Club” que, como lo he contado en otros escenarios, el cura párroco, presbítero Pablo Arias Delgado, había hecho construir para los jóvenes del barrio, al costado sureste del templo, buscando con su oferta de distracciones competir de tú a tú con quienes intentaban seducirnos, no con mesas de ping-pong y tableros de ajedrez, ni con juegos de dominó, de parqués o de damas chinas, como trataba de hacerlo él, sino con minúsculas tarjetitas de cartulina en las que se ofrecían atractivos menos decentes, en lugares ubicados en otros barrios de la ciudad, y que allí mismo, en aquellos cartoncillos de mala muerte, eran identificados también con el atrayente nombre de “clubes”.

“Clubes”, sí, eso decían las tarjetitas, aunque uno sabía de antemano —porque ya habían corrido las alertas desde los inicios mismos de su circulación soterrada — que no eran otra cosa que casas de lenocinio amparadas bajo las sombras de una clandestinidad socialmente conocida, y socialmente alcahueteada, de las cuales se seguía diciendo, en todo caso, que eran sitios muy, pero muy “privados”, a pesar de que, según yo oía decir a propios y extraños, allí ofrecían sus encantos femeninos nada más ni nada menos que las mujeres “públicas”.

“Clubes” hacia donde seguramente se nos pensaba atraer para que allí dilapidáramos el pesado paquete de monedas de cinco centavos con el cual el padre Arias nos recompensaba por nuestros servicios. Realmente no era tanto dinero como para que fuésemos clientes potenciales de aquellos lupanares, pero, a juzgar por la repartición de las tarjetitas en nuestras manos, por lo visto allí se aplicaba la máxima popular de que “Algo es algo, peor es nada”.

 

 

La Legión de María es una organización adscrita a la Iglesia Católica que está repartida en células a cada una de las cuales se le conoce con el nombre de “praesidium”.

Cecilia no pertenecía a mi “praesidium”. Y era que, en efecto, en dos salones diferentes de la espaciosa casa cural de San Laureano se reunían dos, uno literalmente frente al otro. La verdad sea dicha, de cuatro nombres que recuerdo, dos necesariamente no correspondían a ninguno de ellos: el “Reina de los Apóstoles”, el “Reina de los Profetas”, el “María Auxiliadora” y el “Reina de los Mártires”. Ya no recuerdo tampoco con exactitud a cuál pertenecía yo y a cuál ella. Lo cierto es que, a diferencia del solitario “praesidium” existente en la parroquia de mi anterior barrio oriental —al que seguramente correspondía alguno de los nombres restantes—, esta parroquia de ahora, la extensa y numerosa parroquia pionera de todas las parroquias de Bucaramanga — pues años más tarde habría de saber que, en efecto, había sido la primera fundada en los albores históricos de mi ciudad natal—, procuraba aglutinar a la juventud católica en esos dos grupos.

 

 

Hay que aclarar enseguida que no solo había jóvenes solteros en cada “praesidium”, pues también conformaban el mío —para referirme tan solo al más cercano a mis recuerdos— hombres casados, como don Salomón Montaña, quien dicho sea de paso era el vicepresidente y poseía una voz grave, como de locutor de radio, y Gerardo Cediel, el presidente, quien estaba recién casado con una joven trigueña, bonita y callada de nombre Yolanda, que también integraba el grupo legionario. Ni tampoco había solamente jóvenes —solteros o casados—, pues también tomaban parte en cada uno personas de edad avanzada, como una señora de mi “praesidium” que siempre informaba como trabajo semanal el rezo del santo rosario y de quien recuerdo, además, que por momentos daba la impresión de haberse quedado dormida, pero cuando iba a informar sobre su labor legionaria parecía despertar con una sonrisa.

De aquel par de nombres asignado a cada uno de los dos grupos legionarios que tenían su sede en la casa cural de San Laureano, del nombre que tenía el del barrio del este de donde yo provenía, y de los nombres de otros de cuya existencia supe durante aquel mismo año y que se reunían en otros barrios lejanos, las letanías a la Virgen María parecían ser las que, al menos en buena parte, proveían de identificación a quienes bautizaban cada “praesidium”.

 

 

A diferencia de su hermana — bastante más alta que ella y más morena —, quien usaba botas largas y minifaldas, Cecilia era de vestir tradicional.

Era una joven seria — sin que esto signifique que su hermana no lo fuera —, aunque de tarde en tarde yo lograba hilvanar algún buen chiste o alguna anécdota jocosa y, entonces, la inmensa sala de su casa, donde siempre me atendía con dulce amabilidad, sentada en el espacioso sofá mientras abrazaba un cojín, se inundaba toda con la calidez y la alegría de su risa.

Invariablemente, Cecilia me atendía con un oportuno refrigerio. Un vaso de gaseosa y un bizcocho, sin duda, porque eso de que a uno le ofrecieran una copa de vino o un pocillo de tinto solamente habría de venir mucho tiempo después cuando, por infortunio, la sencillez de la conversación entre amigos, y de la amistad misma, sería inexorablemente reemplazada por la agobiante profundidad de los temas tratados, así como también por la tensa y soporífera seriedad de la vida, de sus problemas y de sus agitaciones.

 

 

Fue allí mismo, en aquella cómoda sala, iluminada unas veces por el tibio reflejo del sol santandereano que alcanzaba a colarse por entre la ventana cuando ya la tarde sobrepasaba la hora de las cuatro y otras veces por la tenue luz amarilla de las bombillas de la lámpara de techo, si yo no había ido a visitarla en la tarde, sino al principiar la noche, fue allí mismo, digo, donde supe de la existencia de una joven y hermosa cantante italiana que interpretaba canciones románticas no solo en su lengua madre, sino también en español, y a quien yo jamás había escuchado cantar, pero en cambio sí había estado presente en el recién fundado teatro de la Cárcel Modelo junto a mis amigos, los hijos del director, oyendo la interpretación de “Pepito en Pennsylvania”, que habría de ser para mí su canción bandera, por parte de una linda jovencita de cabellos recogidos en dos trenzas que bailaba con singular gracia mientras nos iba regalando la fortuna de escucharla y con ello hacía que nuestro corazón adolescente nos latiera con más fuerza.

Supe de la existencia y del talento artístico de aquella cantante italiana un tibio atardecer cualquiera en el que casualmente observé, sobre la parte inferior de la mesa de centro de la sala de la casa de Cecilia Vanegas, la carátula de un disco de larga duración (“long play” se les llamaba) donde se apreciaba, reflejada en el ovalado cristal de un espejo rodeado por un marco rococó, la fotografía de aquella joven artista.

 

 

—¿Es mexicana?—, le pregunté al ver el nombre de aquel país en la carátula.

—No —me respondió mientras me agachaba, cogía el disco y ojeaba el texto de su carátula, antes de lo cual le había pedido permiso para tomarlo —. Es de Italia.

Con el disco en mis manos, releí el nombre de la intérprete.

—Gigliola Cinqüetti—, pronuncié en voz alta.

—Sí — repitió Cecilia corrigiéndome con sutileza la pronunciación -; Gigliola “Chinqüetti”.

Y sí: en italiano – habría de explicarme mucho tiempo después alguien nacido en Italia y que llegaría a mi familia – “Ci” se pronuncia “Chi”.

 

 

Gigliola Cinquetti sería, pues, la artista que yo habría de asociar en la memoria, muchos años después, no solo a mi amiga de juventud Cecilia Vanegas y su espaciosa casa, no solo a la Legión de María y sus anécdotas, ni solo a las conversaciones de muchos sábados tibios y amables, surcadas siempre por la risa espontánea y la visión siempre optimista de la vida, sino también al encanto de aquellos años lejanos en los que mi juventud era tan, pero tan plena, que ni por asomo vislumbraba yo la posibilidad de que un día remoto las canas —y algunas otras cosas que, para no dañar la magia que pueda tener esta crónica, prefiero no mencionar aquí— iban a entrar a saco y sin mi permiso en mi existencia.

A aquella artista singular y de voz exquisita habría de rememorarla yo siempre con nostalgia.

 

 

Sí, con nostalgia, como me sucedería, por ejemplo, varios lustros más tarde cuando uno de mis primos me contó que había conseguido trabajo de operador de radio en una joven emisora local de FM ubicada en el Centro Comercial Chicamocha —edificio donde, coincidencialmente, años más tarde yo habría de instalar mi oficina—, radiodifusora de la que era gerente un conocido locutor llamado Juan Manuel González, y, entonces, lo llamé una noche de sábado, según lo que habíamos convenido, para acompañarlo en su inmensa soledad nocturna desde el teléfono. Luego de conversar acerca de diversos temas, todos insustanciales, y de uno que otro chiste malo, o de una que otra anécdota carente de importancia —como lo son las mejores anécdotas—, le pregunté si uno podía llamar a esa emisora (Géminis Estéreo, creo que se llamaba) a pedir una canción, tal y como se hacía en otros tiempos en todas las emisoras y, más recientemente, en algunas de ellas. Él no me respondió si en aquella radiodifusora podía hacerlo o no podía, pero me dijo, en todo caso, que siempre que yo quisiera escuchar algún tema se lo hiciera saber y me preguntó cuál quería escuchar esa noche y fue cuando, recordando inevitablemente a mi amiga Cecilia Vanegas, le solicité la canción que más guardaba en la memoria de la joven y hermosa artista italiana cuyo disco descubrí aquel tibio atardecer en la sala de su casa. En efecto, para mi enorme satisfacción de oyente solitario, sin más compañía en esos momentos que un vaso de Coca Cola con cubitos de hielo y algún bizcocho sin nombre —igual que el refrigerio habitual de los otros días—, a continuación de algunos mensajes publicitarios la canción empezó a sonar, sin anuncio previo, y yo pude así reencontrarme con aquellos tiempos, ya para entonces lejanos, pero siempre de recordación amable.

 

 

Como sé que el apreciado hombre de radio leerá estas líneas —igual que lee todo lo que escribo, lo cual, dicho sea de paso, me alegra inmensamente—, y aunque ya no podrá regañar a mi primo —hoy radicado fuera de Colombia junto con su esposa y su familia, por lo cual de su fugaz paso por la radio ya no quedan sino tan solo recuerdos lejanos y difuminados como este—, le presento unas trasnochadas excusas, después de tantos años de haber alterado, con mis inusuales solicitudes de aquellas solitarias noches, la programación de la emisora que gerenciaba.

Narraré, a manera de colofón, que después mi primo me dijo que él no había oído jamás esa canción, que lo había sorprendido su ritmo — del que aseveró, con razón indiscutible, que parecía el que tenía la música de las películas del viejo oeste— y que cuando yo le solicité “ese tema”, él supuso que lo que iba a sonar al aire sería una balada.

—Ella canta baladas —le aclaré—. Lo que pasa es que con ese disco la idea que se tuvo fue la de rendirle un homenaje a México.

—¿Pero ese ritmo es mexicano?—, me preguntó con un cierto dejo de incredulidad.

Y yo tuve, entonces, que tratar de defender a Gigliola de la sorpresiva encerrona.

—Bueno —le expliqué—, lo que pasa es que hubo unos territorios de Estados Unidos que le pertenecían a México, pero Estados Unidos se los quitó en la guerra.

—¿Y dentro de esos territorios estaba Pennsylvania?—, me preguntó.

—No, claro que no —le dije—. Pero es que, además de esa parte de la historia de México, y de Estados Unidos, por supuesto, sucedió que cuando los negros fueron conducidos del África al territorio norteamericano llevaban consigo su instrumento musical, que era el banjo, y sus aires musicales.

Por fortuna, mi primo no mostró interés adicional alguno por los enrevesados vericuetos de la historia y en segundos ya estábamos hablando de otra cosa. Si así no hubiese ocurrido, no habría podido darle, acerca del por qué en un disco grabado como homenaje a México se encontraba una canción sobre un muchacho europeo que no ha regresado a su tierra después de haberse marchado a Pennsylvania, un argumento distinto al obvio de que, simple y llanamente, la artista italiana que lo interpretaba había estado presentándose en México, y ya. Argumento escueto y contundente que, en honor a la verdad, he debido darle desde un principio.

 

 

Pues bien; Gigliola Cinquetti, aquella inolvidable artista que llegó a mi vida en la primera mitad de los hoy lejanos años 70 y en la sala de una casa que hoy no existe, está aquí, al cierre de este capítulo de mis desordenadas memorias, cantando no solo aquella inolvidable canción con aire de música vaquera norteamericana, sino también otro de los temas cuya interpretación por ella tanto me cautivaron.

Sí: ambas fueron canciones que me llegaron al alma. Canciones que hoy, después de tantos años, evoco con una extraña nostalgia: una nostalgia paradójicamente cargada, no de tristeza, sino de una nítida y reconfortante sensación de alegría.

La misma sensación de alegría con la que suelo rememorar los episodios y las circunstancias más felices de mi juventud y, en general, de mi existir.

Y con la que evoco, por supuesto, a las personas que como tú, Cecilia, me brindaron su amistad sin otro interés distinto que el de hacerme la vida más amable.

 

 

[CONTINUARÁ]

 

 

 

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