CARLOS SÁNCHEZ. Por Óscar Humberto Gómez Gómez

 

El 18 de febrero de 2005 culminó su ir y venir por este “valle de lágrimas”, para emplear las añejas y depresivas palabras de la Salve. O por este “valle de risas”, para emplear las de quienes afirman todo  lo contrario.

Tenía 64 años de edad y más de la mitad de esa vida los llevaba contándole chistes a un multitudinario público de desconocidos, a la inmensa mayoría de los cuales ni siquiera estaba viendo, o participando como actor versátil en breves escenas de humor grabadas para ser editadas y emitidas después, o protagonizando a personajes que él mismo había creado, los mismos que habrían de quedarse grabados en la memoria de sus seguidores más fieles. Personajes tan disímiles como El inspector Ruanini, o Doña Cleofe, o el Indio Pocamano.

 

 

Yo lo conocí entre finales de octubre y comienzos de noviembre del año 2002 cuando fui invitado por Caracol Televisión a participar en el tradicional programa donde él refulgía como estrella.

Me sorprendió no encontrarme con un hombre alegre, jacarandoso, desprevenido, sino —todo lo contrario— con un hombre muy serio, tenso, incapaz de disimular la amargura y la tristeza. Habló con dureza extrema contra alguien, que yo supuse enseguida quién era. Se quejaba, mientras la palidez se apoderaba de su rostro endurecido, de que ese conocido personaje andaba hablando mal de él. “Pero al menos yo vendí todos mis discos; a él nadie le compra ninguno“, exclamaba, visiblemente molesto. Yo, anonadado, no atiné a decirle nada. Nadie le dijo nada. Hoy pienso que debí —que debimos— al menos manifestarle cuánto lo admirábamos como artista. Debió sentirse muy desolado mientras aseguraba eso, pues después vine a enterarme —y fue lo que más habría de conmoverme al leer su biografía— de que grabó siete discos de larga duración, “pero no tuvo éxito alguno”. Debí —debimos— aclararle, y aclarárselo a su biógrafa, que el éxito tiene otros componentes psicológicos, emocionales y afectivos muy fuertes, y que no se mide solamente por el  volumen de ventas o el monto de los ingresos dinerarios, sino además, y principalmente, por el grado de felicidad que nos proporcionó hacer lo que hicimos. Y que desde este punto de vista, yo no me lo puedo imaginar sino feliz en el estudio de grabación y feliz al ver que, a pesar de todo, había grabado discos no solo para el Sello Vergara, sino para la CBS.

 

 

Aquella mañana en que lo conocí sumido en el desencanto —sí, aquella mañana, porque el programa se emite de noche, pero se graba de día, más exactamente con él se intenta darle calidez a la vida en medio del frío penetrante de una gélida mañana bogotana—, aquella mañana, digo, cuando las luces interiores de los estudios de grabación de Caracol Televisión se encendieron, y las cámaras comenzaron a grabar, y el público que había colmado la silletería luego de ingresar haciendo cola por un ficho fue rápidamente instruido para que comenzara a reír y a aplaudir apenas ingresara el presentador y cada vez que hiciera su aparición el concursante de turno o alguna de las luminarias del programa (pues así es que se justifica la entrada y se gana la siguiente), todo se transformó, como si un mago invisible hubiese pronunciado el “Abracadabra”. Entonces, afloraron los aplausos, las carcajadas, y entendí por qué la gente dice que todo aquello es un “show”.

Esa desasosegada mañana, entumecido por el frío y el estrés, comprobé que en el mundo de la farándula hasta las carcajadas son tristes.

 

 

Antes de ser él artista, descubierto por quienes estaban al frente de programas que ya hoy no recuerda nadie, y otros ni siquiera saben que existieron, como Operación Ja Ja, había tenido como lugar de trabajo la atestada y hostil calle bogotana. Sentado frente a los zapatos del cliente de turno, nunca se imaginó que se convertiría en uno de los más destacados humoristas de Colombia. Tampoco se lo imaginó, por supuesto, mientras corría alejándose del policía más cercano segundos después de haberle robado el sombrero a la víctima de turno.

Sí, no se imaginó en aquellos tiempos duros, cargados de hambre y de desesperanza, que llegaría a ser uno de los mejores humoristas de este país malhumorado.

 

 

Aunque la verdad es que a él no le gustaba que le dijeran así, que le dijeran que era humorista, pues consideraba que en Colombia solamente existía un humorista: “el doctor Humberto Martínez Salcedo”. Sí: el polifacético y brillante artista bumangués junto a cuyo busto pasan los transeúntes sin preguntarse quién es aquel “Maestro Salustiano” al que la Alcaldía de Bucaramanga, en los tiempos del abogado liberal Carlos Arturo Ibáñez Muñoz, quiso homenajear en la esquina del Paseo España con la calle 36.

 

 

Sus estudios se habían limitado a aprender a leer y a escribir, influenciado por su abuela. Su enorme talento, en cambio, no se lo enseñó nadie. Algunos dicen, siguiendo el catecismo del padre Gaspar Astete, que esos son dones del Espíritu Santo.

 

 

Hoy queremos rememorar a este artista nuestro.

 

 

Sí, hoy queremos exaltar a un ejecutante de nuestro tiple melódico, al tiplista bogotano Carlos Sánchez interpretando, entre otras canciones, el emblemático pasillo colombiano Hurí, de autor anónimo, el que más nos gustó de la exquisita selección. Selección dentro de la cual se destacan tres canciones de la autoría del propio maestro Carlos Sánchez.

La pueden buscar en YouTube. Allí escucharán —algunos disfrutarán— las siguientes piezas:

1. Esta es Colombia (Torbellino) Carlos Sánchez

2. Feria de Manizales (Pasodoble) Juan Marí Ansins – Guillermo González Ospina

3. Flor del campo (Pasillo) Luis Alberto Osorio

4. Otro buchipluma (joropo) Anselmo Alvarado

5. La ronda de los enamorados (zarzuela) Reveriano Zoutullo y Joan Vert

6. Huracán (torbellino) Carlos Sánchez

7. El limonar (danza) D.R. de A.

8. La danza de las libélulas (fox trot) Franz Lehar

9. Hurí (pasillo) D. R. de A.

10. Tardes sobre el río (guabina) Luis Alberto Osorio

11. Rh positivo (pasodoble) Carlos Sánchez

12. El cervecero (rumba criolla) Marco A. Rivera

 

 

Cuando terminen de escuchar este acetato, y a juzgar por lo visto —o mejor, a juzgar por lo oído— quizás ustedes concluyan, como nosotros concluimos, que tocar el tiple no es precisamente un chiste.

 

 

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