A propósito del “Día Nacional del Abogado”. Por Óscar Humberto Gómez Gómez.

 

 

Nadie sabe por qué hoy 22 de junio es el “Día Nacional del Abogado” en Colombia. No es ni siquiera porque sea el “Día Internacional del Abogado”, pues este es el 3 de febrero. Nada, absolutamente nada ocurrió en Colombia, ni en el mundo, un 22 de junio que tenga que ver con el ejercicio del derecho. Tampoco nadie, absolutamente nadie, que haya tenido que ver con el derecho, ni en Colombia ni en el mundo, nació un 22 de junio. Lo más aproximado que han encontrado quienes han asumido la tan sesuda como inútil investigación acerca del por qué hoy es el Día Nacional del Abogado en Colombia es que un 23 de junio (no un 22) nació un jurista VENEZOLANO, debido a lo cual se celebra EN VENEZUELA el Día Nacional del Abogado. Pero tampoco es que este jurista haya nacido durante aquel segmento de nuestra historia en el que la actual Colombia y la Venezuela actual formaban un solo país junto con el actual Ecuador, un solo país que se llamaba Colombia, proyecto de Simón Bolívar que venezolanos y ecuatorianos echaron abajo. En efecto, el mismo año en que Bolívar, enfermo, murió —paradójicamente, en la quinta de un español— ya se había disuelto aquella Colombia, a la que los historiadores llamaron “La Gran Colombia”, para diferenciarla de la actual. (Por cierto, la Colombia de hoy aún conservaba en aquel entonces el que fue llamado departamento del Istmo o departamento de Panamá, aquel valioso departamento que habría de separarse, azuzado, financiado y respaldado militarmente por Estados Unidos con el propósito de que el nuevo Estado independiente le diera vía libre a su proyecto de construir el canal, cosa que el nuevo Panamá efectivamente hizo cuando apenas habían transcurrido unos días de su humillante separación.

Así que yo tampoco sé por qué el 22 de junio es el Día Nacional del Abogado.

Más allá de estas precisiones, y más allá de que hoy, de todas maneras, sea en Colombia —no lo es en el resto del mundo— el “Día Nacional del Abogado”, la situación por la que atraviesa la abogacía es de una extrema gravedad. Escucho por doquier las quejas de mis colegas acerca del tratamiento que viene recibiendo el abogado en prácticamente todas las áreas del derecho. Tratamiento que yo también he recibido, en unas pocas oportunidades, dentro del área que ejerzo desde hace casi cuatro décadas. En aquellas pocas oportunidades he tenido que entrar a defender, con la vehemencia que me es característica y que, además, el asunto exige, mi dignidad y la de la profesión que encarno.

Y es que, de un tiempo para acá, no dejar hablar a los abogados en las audiencias, interrumpirlos a todo momento, impedirles las interpelaciones, limitarles su intervención a apenas unos cuantos minutos, leerles las decisiones de manera atropellada y en ocasiones con una dicción prácticamente ininteligible (una lectura apresurada y superficial, algo así como la ráfaga de una metralleta que en lugar de proyectiles dispara palabras), obligarlos a sustentar sus puntos de vista ahí mismo, dentro de las mismas audiencias, sin poder siquiera —luego de semejantes lecturas, vertiginosas y por momentos ininteligibles— consultar su biblioteca, ni organizar sus ideas, ni preparar su intervención, ni revisar la ley, ni examinar la doctrina, ni explorar la jurisprudencia, o (lo más grave de todo) decidirles sus casos dando muestras de ni siquiera haber leído sus alegaciones, o cambiarles lo que escribieron, haciéndoles decir lo que no han dicho y omitiendo lo que sí dijeron, o resolverles sin siquiera haber revisado los temas de derecho sobre los cuales ha sustentado su pronunciamiento, en fin, barrer y trapear con su dignidad, su decoro y su respetabilidad profesional; y, en cambio, someterlos a la espada de Damocles de la compulsa de copias para que se les investigue y sancione disciplinariamente si cometen cualquier error, si incurren en cualquier descuido, o si se atreven a emitir la más mínima crítica o a hacer uso de su personal lenguaje elocuente —que casi siempre se considera “irrespetuoso”—, mientras que, por el contrario, si acuden ante los estrados judiciales para que se les brinde protección a sus propios derechos, como por ejemplo el derecho a sus honorarios —que últimamente se puso de moda timarles—, las autoridades judiciales les cierran la puerta de la justicia y de su protección en la cara (una conquista de la profesión tan importante como la de la exigencia del paz y salvo siempre que, sin mediar justa causa, se pretenda reemplazar al abogado, pretende ser desconocida por jueces y abogados que, como Poncio Pilatos, se lavan las manos frente a la inminencia del fraude); y, en fin, toda una sarta de atropellos, abusos y tratos desconsiderados, cuya enumeración daría para todo un memorial de agravios, constituyen el panorama resumido del oprobioso tratamiento que el Estado colombiano le está dando a la otrora digna y respetable profesión de la abogacía. La misma profesión hermosa y respetable que hace casi cuarenta años empezamos a ejercer, pletóricos de sueños, y que hemos ejercido a lo largo de ellos con entereza, honradez y dignidad que, por fortuna, la inmensa mayoría de nuestros clientes nos reconocen.

Hoy por hoy, la que se ha impuesto es la abogacía de bufete, entendida —claro está— en el peor sentido tal palabra. En esta concepción estrecha de la abogacía, el abogado solamente se preocupa por “ganar casos”.

Consecuente con tan miope perspectiva de la profesión, es apenas natural que el país tenga hoy como sus abogados emblemáticos a personajes que nada le han aportado al derecho, pues solo piensan en aportárselo a sus egos y a sus abultadas cuentas bancarias.

De resto, el abogado que ante semejante panorama de hostilidad no se arriesga a ejercer su profesión, lo que hace es salir, más bien, a buscar con desespero un cargo dentro del Poder Judicial, o en el Ministerio Público, o, en fin, en alguna dependencia del Estado, muchas veces no porque esa sea su vocación —lo cual sería muy respetable, pues la judicatura, la magistratura, y, en suma, el desempeño de funciones estatales ha sido siempre una opción para el profesional del derecho—, sino intimidado por la evidencia de que ya es casi imposible hoy en día sostener una oficina independiente.

Ya se imaginarán ustedes las consecuencias funestas que para una sociedad trae consigo el hecho de que sus jueces y magistrados no sean personas con vocación para serlo y que a los defensores de los derechos ajenos les toque desgastarse defendiendo también los propios.

Yo no compartí jamás ninguna visión de la abogacía que le redujera sus amplios horizontes. Pienso que el abogado debe ser la conciencia jurídica de la sociedad. Uno no estudia derecho para salir a buscar puestos o a ganar demandas, sino para contribuir, desde el mundo de lo jurídico, a la construcción de una sociedad mejor, más libre, más justa y más decente.

 

 

En lo personal, tuve la inmensa fortuna de iniciar mi ejercicio cuando aún no se esfumaban los últimos destellos de la que muchos consideran la época de oro del derecho penal. Era una época en la cual la oratoria forense brindaba, dentro de las salas donde se celebraban las audiencias públicas ante los jurados de conciencia y con auditorios por lo general repletos, un espectáculo soberbio de la inteligencia. Las audiencias no eran esas que hoy en día se celebran y en las que unos abogados, sentados unos junto a otros —a veces sin poder evitar tocarse hombro con hombro— se pegan a un micrófono a grabar lo que hablan o leen de corrido; aquellos eran foros en los que la elocuencia y la libertad de expresión se aunaban para adentrarse en los intríngulis del alma humana y, entonces, a la luz de la antropología cultural, la sociología, la psicología, la psiquiatría y las diversas disciplinas auxiliares, pero también con el apoyo embellecedor de la literatura, la poesía, la filosofía y hasta de los libros sagrados, se analizaban a profundidad las circunstancias que habían conducido al ser humano al delito. En mi primera defensa ante el jurado —celebrada en el año de 1981 y en la cual yo fungía como defensor de oficio de un joven delincuente, miembro de una respetable familia, que se había hecho drogadicto desde los siete años de edad—, hube de enfrentar la dialéctica de Jorge Chacón Capriotti, un veterano jurista santandereano, con ascendencia italiana, de quien nunca he podido decidirme sobre qué destacar más: si su brillo como penalista o sus dotes de caballero y de colega leal. Algún día llegaré, en la redacción de mis memorias —a la que estoy dedicado— al capítulo de sus simpáticas e inolvidables anécdotas. También tuve como contrincante aquella primera vez al doctor Alfonso Gómez Castaño, quien, más allá de sus asomos al derecho penal, terminaría haciendo del derecho administrativo un apostolado de vida.

Frente a la actual encrucijada, a los abogados solamente nos quedan —¿quizás deba decir les quedan?— dos caminos: o una actitud resignada ante la humillación a la que se pretende someter el ejercicio profesional del derecho, o asumir una posición digna y emprender con decisión, y más allá de cualquier atisbo de politiquería —que fue lo que acabó con los colegios y las asociaciones profesionales que conocí, excepción hecha del ilustre Colegio de Abogados de Santander, el único que hasta el final se mantuvo puro, como una poesía—, la lucha porque este estado de cosas sea desterrado y al profesional del derecho colombiano se le vuelva a tratar con la consideración inherente a su dignidad profesional.

Por ahora, traigo, para cerrar, viejos versos míos, que aquí vuelvo a reproducir, con mi expresión de sincera gratitud hacia quienes sé que hoy me han felicitado —principalmente vía telefónica—, más que por celebrarse el Día Nacional del Abogado, por conocer de cerca el profesionalismo sin tacha con el que, a la luz de mi conciencia y de los ojos escrutadores del Gran Arquitecto del Universo, ejercí siempre mi profesión a lo largo de mi existencia.

 

ABOGACÍA

 

 

Tiempos fueron de los grandes oradores
que en el foro con sus voces atronaban
y hasta a Temis, poderosa, cautivaban
explicando de los hombres sus errores.

Tiempos fueron de jueces tan señores,
que el honor del letrado veneraban
y a la par de su justicia demostraban
su ilustrada exquisitez como escritores.

Hoy al ver al inocente perseguido,
hoy al ver que verbo y pluma en el olvido
yacen tristes en un mundo sin valores,

hoy al ver tu decadencia, vida mía,
solo puedo, bella y noble Abogacía,
entregarte en estos versos mis amores.

_________

 

[ILUSTRACIÓN: Busto del gran jurista y orador romano Marco Tulio Cicerón. Museos Capitolinos. Roma].

 

¡Gracias por compartirla!
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3 respuestas a A propósito del “Día Nacional del Abogado”. Por Óscar Humberto Gómez Gómez.

  1. Óscar Humberto Gómez Gómez dijo:

    Quiero expresarles mis sinceros agradecimientos a la bacterióloga Lina Peñaranda de Villamizar, al ingeniero Mario Humberto Torres Macías y a la odontóloga Glenda Cecilia Vega Maestre por los amables mensajes de felicitación y de aprecio que, con motivo del Día Nacional del Abogado, me hicieron llegar vía WhatsApp.

    Gozan también ustedes de mi más elevada estimación.

    Un abrazo grande.

  2. María Ruth Díaz Enciso dijo:

    Felicitaciones y bendiciones todos los días, Dr. Oscar Humberto.

  3. Luis Alfredo Acuña S. dijo:

    Preocupante situación por la que atraviesan, y lo más grave, que no se vislumbra una modificación a las normas establecidas que están acabando con la profesión. A pesar de todo, Oscar Humberto, feliz día del abogado y pa’lante! como es su forma de ser.

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