LAS PANDEMIAS Y EL REDESCUBRIMIENTO DEL SER HUMANO. (I) Por Óscar Humberto Gómez Gómez.

ÓSCAR HUMBERTO GÓMEZ GÓMEZ (Fotografía: Nylse Blackburn Moreno).

 

Que la actual pandemia dizque “ha unido al mundo”, leí en algún medio de comunicación. Nada más inexacto: jamás había visto a un mundo más desunido.

De hecho, lo que nos acercaba, nos ha sido prohibido so riesgo de contagio.

El darnos la mano, por ejemplo. (“Vamos a darnos la mano —cantaba Pablus Gallinazo por allá cuando empezaban los años 70—; vamos a darnos la mano por la penúltima vez”. Quizás después de esta pandemia, sea por última).

El abrazo, por ejemplo. El beso, por ejemplo. El beber románticamente las parejas del mismo vaso a través de dos pitillos, por ejemplo. A propósito, ya hasta los pitillos están reprobados por razones ecológicas y, con eso, las imágenes de las parejas de jóvenes que lo hacían al aire libre en la fuente de soda “Very Good”, calle 36 con carrera 15 de Bucaramanga, junto a Radio Bucaramanga, en los años 60, serán tan solo parte de nuestra nostálgica historia.

Las bacterias y los virus —entre ellos este que mutó y se nos vino desde los animales— le demuestran, al igual que los restantes microbios, al petulante ser humano, que la sabiduría popular no miente cuando enseña, sin que nadie la escuche, que “No hay enemigo pequeño”.

La paranoia cunde y, más allá de sus motivos válidos, es intencionalmente alimentada por quienes aspiran a sacar partido de la situación para ensanchar sus abultadas cuentas bancarias.

Pero también comienzan a atisbarse con ella los destellos de la solidaridad humana. Y, con estos, a disiparse las sombras del pesimismo que nos abruma en torno a la verdadera condición del hombre.

 

En estos días de incertidumbre, cuando hace sesenta años —al despuntar la década de los 60, el 4 de enero de 1960— el escritor y filósofo francés Albert Camus se mató en un accidente de tránsito dejándonos como legado su estupenda novela “La peste”, ha sido inevitable que se le recuerde, pues si algo quiso él poner de relieve con aquella obra inmortal fue la solidaridad humana como el pilar que nos permitirá siempre ser felices en medio de la oscuridad de las desdichas.

En su memorable producción bibliográfica, Camus echa mano, como recurso literario, a la actualización de un viejo hecho histórico: los años de la peste negra en Europa por allá en los distantes años 1300. En aquella lejana oportunidad vino a saberse —o a creerse, al menos— que eran las ratas las transmisoras de la terrible y letal peste, que terminó por asolar aquella tierra hasta ese momento inmersa en la normalidad de la vida. Hoy, tanto tiempo después, por cierto, nadie sabe con exactitud si aquella peste de espeluzno fue una derivación de la peste bubónica —enfermedad que sigue existiendo hoy en día—, y casi nadie, excepto los médicos, conoce por qué razón se le llama a esta bubónica, ni qué carajos es un bubón. La vida simplemente siguió su curso, como siempre, después del desastre, y el ser humano volvió a sus costumbres rutinarias frente a los demás: la costumbre de discriminar al otro, la costumbre de mirar al otro con desprecio, la costumbre de asesinarlo —con el puñal, con la bala o con la bomba—, la costumbre de silenciarlo con el poder de la censura e impedir con ella que exprese su disentimiento, la costumbre de imponerle sus ideas con el poder del dinero o con el de la violencia.

Pero no ha sido la remota peste negra del siglo XIV la única que ha asolado sin misericordia al género humano. Claro que no. Desde los tiempos bíblicos del Antiguo Testamento hasta hoy siempre las ha habido. Unas ocupan los grandes medios y se hacen famosas. Hasta son una oportunidad inmejorable para que se aprovechen e incrementen sus ganancias, pongamos por caso, los usureros, con sus largos y amarillentos colmillos de vampiro, su piel cetrina, su aliento fétido y sus uñas largas, corvas y sucias. O los mercaderes inescrupulosos que, en su ambición desaforada y su indolencia sin límites, echan mano al acaparamiento y a la especulación para aprovechar la ocasión de la desdicha colectiva y ensanchar sus pestilentes arcas.

Aunque no todos aprovechan las epidemias y las pandemias para fines protervos. También brillan en ellas los héroes anónimos, la gente del común siempre dispuesta a hacer cosas bellas por su prójimo.

Camus los identifica magistralmente en “La peste”, los materializa en personajes como el doctor Rieux, el médico con el que inicia su dramática e imperecedera crónica literaria:

 

“Aquella misma tarde Bernard Rieux estaba en el pasillo del inmueble, buscando sus llaves antes de subir a su piso, cuando vio surgir del fondo oscuro del corredor una rata de gran tamaño con el pelaje mojado, que andaba torpemente. El animal se detuvo, pareció buscar el equilibrio, echó a correr hacia el doctor, se detuvo otra vez, dio una vuelta sobre sí mismo lanzando un pequeño grito y cayó al fin, echando sangre por el hocico entreabierto. El doctor lo contempló un momento y subió a su casa.

(…)

Al día siguiente, 17 de abril, a las ocho, el portero detuvo al doctor cuando salía, para decirle que algún bromista de mal género había puesto tres ratas muertas en medio del corredor.
Debían haberlas cogido con trampas muy fuertes, porque estaban llenas de sangre. El portero había permanecido largo rato en la puerta, con las ratas colgando por las patas, a la espera de que los culpables se delatasen con alguna burla. Pero no pasó nada.

Rieux, intrigado, se decidió a comenzar sus visitas por los barrios extremos, donde habitaban sus clientes más pobres. Las basuras se recogían por allí tarde y el auto, a lo largo de las calles rectas y polvorientas de aquel barrio, rozaba las latas de detritos dejadas al borde de las aceras. En una calle llegó a contar una docena de ratas tiradas sobre los restos de las legumbres y trapos sucios.

Encontró a su primer enfermo en la cama, en una habitación que daba a la calle y que le servía al mismo tiempo de alcoba y de comedor. Era un viejo español de rostro duro y estragado. Tenía junto a él, sobre la colcha, dos cazuelas llenas de garbanzos. En el momento en que llegaba el doctor, el enfermo, medio incorporado en su lecho, se echaba hacia atrás esforzándose en su respiración pedregosa de viejo asmático. Su mujer trajo una palangana.
– Doctor -dijo, mientras le ponían la inyección-, ¿ha visto usted cómo salen?
– Sí -dijo la mujer-, el vecino ha recogido tres.
– Salen muchas, se las ve en todos los basureros, ¡es el hambre!

Rieux comprobó en seguida que todo el barrio hablaba de las ratas.

Cuando terminó sus visitas se volvió a casa.

– Arriba hay un telegrama para usted -le dijo el viejo Michel.
El doctor le preguntó si había visto más ratas.
– ¡Ah!, no -dijo el portero-, estoy al acecho y esos cochinos no se atreven.

(…)

Sin embargo, ese día mismo, cuando el doctor Rieux paraba su automóvil delante de la casa, al mediodía, vio venir por el extremo de la calle al portero, que avanzaba penosamente, con la cabeza inclinada, los brazos y las piernas separados del cuerpo, en la actitud de un fantoche. El viejo venía apoyado en el brazo de un cura que el doctor reconoció. Era el padre Paneloux, un jesuita erudito y militante con quien había hablado algunas veces y que era muy estimado en la ciudad, incluso por los indiferentes en materia de religión. Los esperó. El viejo Michel tenía los ojos relucientes y la respiración sibilante. No se sentía bien y había querido tomar un poco de aire, pero vivos dolores en el cuello, en las axilas y en las ingles le habían obligado a pedir ayuda al padre Paneloux.
-Me están saliendo bultos. He debido hacer algún esfuerzo.
El doctor sacó el brazo por la ventanilla y paseó los dedos por la base del cuello que Michel le mostraba: se le estaba formando allí una especie de nudo de madera.
-Acuéstese, tómese la temperatura; vendré a verle por la tarde.
El portero se fue. Rieux preguntó al padre Paneloux qué pensaba él de este asunto de las ratas.
-¡Oh! -dijo el padre-, debe de ser una epidemia -y sus ojos sonrieron detrás de las gafas redondas.

(…)

Rieux le estrechó la mano. Tenía prisa por ir a ver al portero antes de ponerse a escribir a su mujer.
Los vendedores de periódicos voceaban que la invasión de ratas había sido detenida. Pero Rieux encontró a su enfermo medio colgando de la cama, con una mano en el vientre y otra en el suelo, vomitando con gran desgarramiento una bilis rojiza en un cubo. Después de grandes esfuerzos, ya sin aliento, el portero volvió a echarse. La temperatura llegaba a treinta y nueve con cinco, los ganglios del cuello y de los miembros se habían hinchado, dos manchas negruzcas se extendían en un costado. Se quejaba de un dolor interior.
-Me quema -decía-, este cochino me quema.
La boca pegajosa le obligaba a masticar las palabras y volvía hacia el doctor sus ojos desorbitados, que el dolor de cabeza llenaba de lágrimas. La mujer miraba con ansiedad a Rieux, que permanecía mudo.
-Doctor -decía la mujer-, ¿qué puede ser esto?
-Puede ser cualquier cosa, pero todavía no hay nada seguro. Hasta esta noche, dieta y depurativo. Que beba mucho.
Justamente, el portero estaba devorado por la sed.
Ya en su casa, Rieux telefoneó a su colega Richard, uno de los médicos más importantes de la ciudad.
-No -decía Richard-, yo no he visto todavía nada extraordinario.
-¿Ninguna fiebre con inflamaciones locales?
-¡Ah!, sí por cierto, dos casos con ganglios muy inflamados.
-¿Anormalmente?
-Bueno -dijo Richard-, lo normal, ya sabe usted…

Por la noche el portero deliraba, con cuarenta grados, quejándose de las ratas. Rieux ensayó un absceso de fijación. Abrasado por la trementina, el portero gritaba: “¡Ah!, ¡cochinos!”
Los ganglios seguían hinchándose, duros y nudosos al tacto. La mujer estaba enloquecida.
-Vélele usted -le dijo el médico- y llámeme si fuese preciso.

Al día siguiente, 30 de abril, una brisa ligera soplaba bajo un cielo azul y húmedo. Traía un olor a flores que llegaba de los arrabales más lejanos. Los ruidos de la mañana en las calles parecían más vivos, más alegres que de ordinario. En toda nuestra ciudad, desembarazada de la sorda aprensión en que había vivido durante una semana, ese día era, al fin, el día de la primavera. Rieux mismo, animado por una carta tranquilizadora de su mujer, bajaba a casa del portero con ligereza. Y, en efecto, por la mañana la fiebre había descendido a treinta y ocho grados; el enfermo sonreía en su cama.
-¿Va mejor, no es cierto, doctor? -dijo la mujer.
-Hay que esperar un poco todavía.
Pero al mediodía la fiebre subió de golpe a cuarenta. El enfermo deliraba sin parar y los vómitos recomenzaron. Los ganglios del cuello estaban doloridos y el portero quería tener la cabeza lo más lejos posible del cuerpo. La mujer estaba sentada a los pies de la cama y por encima de la colcha sujetaba con sus manos los pies del enfermo. Miraba a Rieux.
-Escúcheme -le dijo él-, es necesario aislarse y proceder a un tratamiento de excepción. Voy a telefonear al hospital y lo transportaremos en una ambulancia.
Dos horas después, en la ambulancia, el doctor y la mujer se inclinaban sobre el enfermo. De su boca tapizada de fungosidades, se escapaban fragmentos de palabras: “¡Las ratas!”, decía.
Verdoso, los labios cerúleos, los párpados caídos, el aliento irregular y débil, todo él como claveteado por los ganglios, hecho un rebujón en el fondo de la camilla, como si quisiera que se cerrase sobre él o como si algo le llamase sin tregua desde el fondo de la tierra, el portero se ahogaba bajo una presión invisible. La mujer lloraba.
-¿No hay esperanza doctor?
-Ha muerto -dijo Rieux.

La muerte del portero, puede decirse, marcó el fin de este período lleno de signos desconcertantes y el comienzo de otro, relativamente más difícil, en el que la sorpresa de los primeros tiempos se transformó poco a poco en pánico. Nuestros conciudadanos, ahora se daban cuenta, no habían pensado nunca que nuestra ciudad pudiera ser un lugar particularmente indicado para que las ratas saliesen a morir al sol ni para que los porteros perecieran de enfermedades extrañas. Desde ese punto de vista, en suma, estaban en un error y sus ideas exigían ser revisadas. Si todo hubiera quedado en eso, las costumbres habrían seguido prevaleciendo. Pero otros entre nuestros conciudadanos, y que no eran precisamente porteros ni pobres, tuvieron que seguir la ruta que había abierto Michel. Fue a partir de ese momento cuando el miedo, y con él la reflexión, empezaron”.

 

Hasta aquí Camus.

 

La ciudad que sirve de escena al relato será aislada del resto del mundo y dará inicio a una vida de encierro, una vida que, en ningún caso, podrá contar con la realidad que se desarrolla más allá de sus límites. Las autoridades dispondrán, entre otras medidas, que cada cual se encierre en su casa. El cine no será cerrado, pero pondrán a rodar siempre la misma película.

A partir de ahí vendrán, entonces, las diferentes formas de reaccionar de las personas frente al peligro inminente de contagiarse y morir.

Es, entonces, cuando aparecerá el heroísmo.

Pero no será un heroísmo rimbombante; será un heroísmo elemental, simple, un heroísmo reflejado en la sencillez del amor, del cumplimiento del deber, de la ética profesional, de la solidaridad con los que sufren.

Él se reflejará, por supuesto, en las frases que Camus pondrá en boca de sus protagonistas.

Del doctor Rieux, por ejemplo:

“—Pero, sabe usted, yo me siento más solidario con los vencidos que con los santos. No tengo afición al heroísmo ni a la santidad. Lo que me interesa es ser hombre”.

 

Leí en alguna otra parte que de esta pandemia quedarán costumbres nuevas como la de lavarse las manos con frecuencia.

La verdad sea dicha, en eso de lavarse las manos a toda hora siempre ha habido en este país más de un experto.

Mesa de las Tempestades, lunes 16 de marzo de 2020.

 

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