VICKY. Crónica de una época. CAPÍTULO II. Por Óscar Humberto Gómez Gómez, Miembro de Número de la Academia de Historia de Santander y Miembro del Colegio Nacional de Periodistas.

 

Esperanza nació en el pueblo vallecaucano de Ansermanuevo el martes 11 de noviembre de 1947. Su padre, don Saulo Acevedo, había sido alcalde de ese municipio y la atmósfera política en todo el departamento, y lógicamente en Ansermanuevo, ya para ese momento se hallaba enrarecida.

Apenas en el mes inmediatamente anterior al nacimiento de la artista, esto es, en el mes de octubre, se habían celebrado elecciones y el ingeniero civil de la Universidad Nacional Laureano Gómez Castro, prominente jefe del partido conservador, había denunciado públicamente que se había consumado un masivo fraude electoral en los comicios para proveer los cargos de representación popular en el orden municipal, en los que había barrido el liberalismo.

Pero, además, el año inmediatamente anterior —1946— la división interna del partido liberal, entre Jorge Eliécer Gaitán y Gabriel Turbay (el segundo acremente atacado por sus contrincantes en razón a su ascendencia libanesa, a pesar de que había nacido en Bucaramanga), había posibilitado el triunfo del candidato conservador a la presidencia de la república Mariano Ospina Pérez, a pesar de que su votación había sido ostensiblemente inferior a la del partido liberal, pues sumando los votos de Gaitán y los de Turbay la votación total de los liberales superaban con creces la suya.

Por estrategia, Gómez no había lanzado su candidatura personal pues era consciente de que su imagen de hombre radical despertaba marcadas reticencias que hacían previsible la posibilidad de una derrota. Por eso, apoyó la candidatura de un hombre que, como Ospina Pérez, no despertaba esas prevenciones. El ya presidente Ospina Pérez habría de nombrarlo Ministro de Relaciones Exteriores y esa condición lo pondría al frente de la Conferencia Panamericana, gran certamen continental que se celebraría en el mes de abril del año siguiente —1948— en Bogotá, con la obvia presencia de los Estados Unidos, país admirado por unos y detestado por otros.

Para apaciguar el creciente y peligroso clima de hostilidad política, se había dado nacimiento a lo que se llamó la Unión Nacional. Unión que los sectores extremistas del partido conservador nunca vieron con buenos ojos, pues a lo que aspiraban era al poder hegemónico total.

Así que tan solo al año inmediatamente siguiente al nacimiento de Esperanza, esto es, en 1948, ya su pueblecito natal, todo el departamento del Valle del Cauca y el país prácticamente en su totalidad se hallaban envueltos en una atmósfera de peligrosa confrontación partidista hasta que, finalmente, la nación se incendiaría y el pueblo colombiano se sumergiría en las terribles vicisitudes de la violencia política a raíz del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril —en plena celebración de la Conferencia Panamericana— cuando ya se perfilaba como el seguro próximo presidente de la república.

Fue así que el lunes 1 de marzo de 1948 —nos rememora el historiador de la Universidad del Valle Rubén Darío León Pineda— se produjo el rompimiento de la cada vez más precaria y tambaleante Unión Nacional, y apenas el domingo siguiente, 7 de marzo, se consumó la primera masacre de liberales en el departamento del Valle del Cauca.

Esta primera matanza política ocurrió en Tuluá.

La masacre de Tuluá se consumó en contra de tres jefes liberales del corregimiento de La María y una familia del corregimiento de San Pablo. Una de las víctimas fue el jefe liberal Arturo Tabarquino. Sujetos enmascarados armados de revólver, escopeta y machete cometieron el crimen.

Casi de inmediato, se incendió el resto del departamento, incluido el pueblecito natal de la bebé Esperanza. El periódico El Relator, de Cali, en su edición del 10 de marzo de 1948 ya titulaba: “Tragedia política en Ansermanuevo”

El secretario de gobierno del Valle llegó a relacionar el pueblo natal de Esperanza con nuestra tierra santandereana. Según él, la situación de Ansermanuevo llevaba a este pueblo hacia convertirse en “un pequeño Santandercito”.

 

 

Para comienzos de 1948, el terruño nativo de Esperanza era víctima del bandolerismo, el robo de café y el abigeato. Fuera de ello, comenzó la apropiación ilegal de fincas a punta de una sórdida repartición de tareas entre bandidos, jueces municipales y tinterillos, estos últimos encargados de legalizar lo que, a la luz de la moral, mal podía legalizarse.

Además de este ambiente de zozobra, a Ansermanuevo llegaban a fijar su domicilio “bandidos y criminales” provenientes por lo general del departamento de Caldas, tal y como nos lo recuerda el historiador León Pineda.

Desde finales de 1947, es decir, casi coincidiendo con el nacimiento de Esperanza, dos episodios habían hecho subir las tensiones en el Valle del Cauca y el país. Por un lado, el gaitanismo había literalmente barrido en las elecciones para concejos municipales y esa victoria le permitía oponerse a los proyectos de alcaldes y gobernadores conservadores. Por otro lado, el ministro conservador José Antonio Montalvo, fogoso y brillante orador conservador, había empleado la expresión “A sangre y fuego” para denotar la decisión de defender el proyecto de gobierno de su partido. Mientras los liberales la tomaron como una amenaza explícita, algunos conservadores, desgraciadamente, la entendieron como una consigna.

Fue así como, por infortunio, un dirigente conservador del Valle del Cauca, Hernando Navia, en discurso pronunciado en febrero de 1949, empleó la misma expresión para referirse a que “A sangre y fuego” había que ganar las elecciones parlamentarias, que se llevarían a cabo en junio.

En ese contexto de hostilidad, se produjo en Ansermanuevo, al mes siguiente del discurso de Navia, el asesinato del recaudador de rentas de Cartago, Valle, Óscar Mallarino, figura visible del partido conservador, obviamente a manos de militantes liberales.

El periódico liberal El Relator, de Cali, en su edición del 11 de marzo de 1949 titulaba: “Fue muerto en Ansermanuevo el Señor Oscar Mallarino”

“Según El Relator y la declaración del alcalde, —escribe el historiador Rubén Darío León Pineda— su muerte se produjo mientras el funcionario se desplazaba con otros compañeros en un automóvil durante la noche. Provenían de Argelia, y Mallarino se encontraba en estado de embriaguez. Ya en la plaza del municipio se bajó del auto, revólver en mano, arengando a quienes departían en el “Café Dorado”: “Cuántos son los rojos hijos de… Donde están los guapos de este pueblo. Que salgan los Emilios…”

Mallarino recibió un disparo en el abdomen en el momento en que el pueblo se dirigía a lincharlo”.

El diario “El Siglo” amplió —convenientemente, según los liberales— el cubrimiento de la noticia a escala nacional y, según aseveró más tarde el declarante, tergiversó las declaraciones de uno de los acompañantes de Mallarino en las que formulaba acusaciones contra el gobierno del departamento:

“… mis informaciones vertidas a instancias del corresponsal de “El Siglo” han sido embadurnadas con juicios políticos temerarios, que era y soy incapaz de hacer…”, dijo luego el testigo presencial al rectificar la nota periodística.

Las elecciones para presidente de la república se celebraron a finales de 1949 con un solo candidato, que obviamente ganó los comicios: Laureano Gómez. En efecto, debido al asesinato de su propio hermano —Vicente— y aduciendo la falta total de garantías, el candidato del partido liberal Darío Echandía se había retirado de la contienda. Así que en 1950, el nuevo presidente conservador se posesionó en el cargo en medio de un ambiente generalizado de pugnacidad y de violencia.

Como habrá de cantar más tarde el abogado y cantautor nortesantandereano Arnulfo Briceño, en aquella nefasta época a unos los mataban por godos, a otros por liberales. Unos pueblos pasaron a ser símbolos de un partido mientras que otros pasaron a serlo del bando contrario. Por la razón más nimia, incluso estúpida, como ponerse una camisa roja o azul, o pasarse por el pelo una peinilla de alguno de esos dos colores, se producían agresiones e incluso asesinatos. Hasta que vino un momento en que seguir viviendo en Ansermanuevo se tornó imposible para los Acevedo Ossa y, entonces, llegó el momento de partir. Una partida que, tal y como les sucedió a muchos colombianos desarraigados de sus terruños nativos durante aquellos tristes años, habría de ser un irse para jamás volver.

El padre de Esperanza, en efecto, iba a ser apresado cuando la entonces nena de tres o cuatro años escuchó de su voz angustiada que necesitaba algo que él llamaba “un abogado” y que la chiquilla no entendía si era algo de comer o qué cosa era. Poco después de aquel encarcelamiento —que no pudo ser evitado— y de la liberación del jefe, la familia de la futura cantautora se iba para siempre del pueblecito vallecaucano que la había visto nacer. Don Saulo había huido primero, pues era a él a quien realmente buscaban, y ya no para ponerlo preso otra vez, sino para matarlo a tiros. Después, como pudo, el fugitivo jefe de familia le hizo saber a su atribulada esposa dónde se encontraba refugiado y hacia allá, hacia Palmira, salió ella con sus tres niños, los dos varones y aquella pequeña nena que con el correr del tiempo habría de convertirse en una de las más sensibles compositoras de canciones románticas que ha tenido Colombia y que ha tenido nuestro continente a lo largo de su convulsionada historia.

 

 

En Palmira habrá, por ello, de transcurrir su niñez hasta que, cuando ya se asomen, en toda la luz de su alegría, los primeros atisbos de los años juveniles y Esperanza sea una muchachita volantona, la familia opte por trasladarse a la lejana ciudad capital de las brumas, el frío y el granizo, urbe gigantesca e inhóspita donde una reconocida red de radiodifusoras creada por Bernardo Tobón de la Roche comenzará a celebrar un programa de concurso dedicado a explorar dentro de la juventud anónima amante del canto en la búsqueda de nuevos talentos. Se llamará “Campeones” y lo dirigirá el ya célebre hombre de radio antioqueño Guillermo Hinestroza Isaza. Entonces, un día cualquiera, una prima de Esperanza de nombre Aliria Uribe le propondrá que asistan como espectadoras a aquel ya popular programa y, en efecto, Esperanza aceptará entusiasta la invitación porque quiere escuchar cantar a los ilusos aspirantes a estrellas de la farándula que allí concurren. Naturalmente, no podrá ir sola, así que su mamá la acompañará aquel día.

 

 

No se imagina ninguna de las dos, ni mucho menos su prima, que aquella anónima muchacha provinciana cargada de sueños juveniles, aquella joven secretaria de banco que hasta ese día solo se ha atrevido a cantar en medio de sus compañeros de trabajo, aquella adolescente mezcla de mujer moderna y de mujer chapada a la antigua que así como canta las canciones de Leonardo Favio y entona y baila las de Elvis Presley, hace lo mismo con las del Dueto de Antaño, saldrá de allí convertida, precisamente, en la estrella que tanto se han propuesto buscar.

 

 

Pero Esperanza no estaba destinada, como las demás figuras estelares de aquella época, no solo en Colombia, sino fuera de ella, a cantar canciones ajenas. Y es que muy pronto se supo que no solo tenía talento para el canto —un canto que ella acompasaba con una forma muy peculiar de entonar las canciones y un modo también muy particular de mover su grácil cuerpo mientras cantaba—, sino que lo tenía también para algo mucho más difícil de encontrar en las demás artistas del momento: el don para componer canciones.

Ese don particular, esa singular cualidad, ese exótico talento, la iría a distinguir muy pronto y la haría sobresalir por sobre todas las demás cantantes de aquella generación artística emergente.

Y, entonces, casi en seguida de su rutilante nacimiento como nueva estrella del canto moderno, Esperanza, ya posesionada de su nuevo nombre, de su simpático nombre artístico, lanza al aire el que termina siendo su primer éxito, su primer exitazo radial, televisivo y discográfico.

Mucho más tarde, ya en el cenit de la que habría de ser su vida, su entrevistador del momento le preguntó por la tusa que estaba atravesando cuando compuso esa pegajosa canción romántica, pero ella tuvo que precisar que no, que no estaba pasando por tusa alguna, que ni siquiera estaba enamorada de nadie, y que la escribió únicamente pensando en dejar una canción que pudieran cantar más adelante los chicos de la generación venidera.

Y es que el tema no podía ser más intemporal y universal, pues en todas las épocas y en todos los lugares cualquiera puede terminar siendo víctima del desamor, por lo cual la tristeza derivada del desamor resultaba un tema profundamente actual para un momento en el que el romanticismo se convertía en la más poderosa arma para enfrentarse a quienes abogaban por la guerra —en aquellos años profundamente cuestionada por el movimiento hippie—, de modo que la novel compositora, como todo buen creador de canciones, no hizo sino ponerse en el lugar del otro y ser capaz de interpretar dentro de su propio ser lo que siente cualquier ser humano que ha perdido a la persona depositaria de sus sentimientos. Lo de las lágrimas, a las que llega la canción desde su mismo título, no hacía sido llevar esos sentimientos de abandono hasta las últimas consecuencias, lo que en aquellos años no era exótico dentro de la juventud femenina.

Así que en el año 1966 la radio colombiana literalmente se conmocionó con la balada “Llorando estoy” y esta, a partir de su radiodifusión, comenzó a ser cantada por todas las jovencitas en sus casas, en sus colegios, en sus entornos sociales; la cantaban en coro las que iban a bordo de los autobuses —la banca de atrás se conocía como “la banca de los músicos”— o las que, luciendo sus minifaldas, sus botas y sus capules, caminaban con donaire por las calles, e, increíblemente, comenzó a serlo también por los muchachos de bluyines y melenas.

A pesar de las inevitables deficiencias del sonido, en YouTube se puede escuchar este inmortal “hit” de los años 60. Un “hit” que nos transporta de inmediato a los dos sectores de la Bucaramanga de entonces en los que transcurrieron para nosotros aquellos años memorables: los patios polvorientos de la Concentración Escolar de Varones José Camacho Carreño, donde todavía no nos embestía el amor, a solo unas cuadras de distancia de la inmensa casona que nos albergaba, ubicada al lado de vecinos a los que hoy evocamos con simpatía y nostalgia, y los terrenos inmensos surcados de talleres, salones de clase y canchas deportivas del Instituto Instituto Técnico Superior Dámaso Zapata, aquel Instituto Tecnológico Santandereano para llegar al cual sí teníamos que atravesar a pie una larga distancia incluida el área gigantesca de las instalaciones militares —en una época en la que no era exótico caminar por ella mientras pasaban a nuestro lado los pelotones de soldados haciendo ejercicio—; aquel prestigioso plantel regentado por los Hermanos Lasallistas, donde nosotros también aprendimos a canturrearla —ya con el corazón perturbado por las sonrisas de las jovencitas que hoy por hoy forman parte del cofre inviolado de lejanos y hermosos recuerdos— conjuntamente con aquellos otros versos musicalizados de nuestro himno según los cuales “Sobre el yunque forjamos luceros / Sin manchar en la mano la flor“.

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ILUSTRACIONES: (1) Vicky. Fotografía de los años 60. Arte: Pedro Jesús Vargas Cordero.

(2) Fotografía antigua de Ansermanuevo, el pueblecito natal de Esperanza Acevedo Ossa (Vicky).

(3) Palmira, Valle del Cauca. Estación del tren.

(4) Bogotá. Avenida Jiménez. Fotografía de los años 60.

(5) Esperanza Acevedo Ossa (Vicky). Fotografía de los años 60.

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