LAS RUINAS DE MI ESCUELA [Memorias] [Capítulo VI final]. Por Óscar Humberto Gómez Gómez

A Miguelito Ardila

 

 

A los muchachos de la cooperativa los envidiábamos.

Sin fundamento, por supuesto.

Solo que esta carencia de fundamento la vinimos a comprender mucho más tarde, cuando los años nos hicieron madurar en todo, incluso en conocimientos.

Habría de ser, en efecto, años más tarde, al promediar la década siguiente, la de los románticos años 70, la de Los Terrícolas y Los Pasteles Verdes, la de Los Galos y Los Ángeles Negros, la de Silva y Villalba, Nelson Enríquez y Pastor López, la de mi paso por la Empresa Licorera de Santander y la de mis primeros noviazgos, la de mi anónima incursión en el periodismo y en el rasgueo de la guitarra, la de mis noches de serenata y mis estudios de derecho, fue al promediar esa década, digo, cuando en el glorioso Colegio Santander un profesor de barba espesa, robusto, de regular estatura, cabello rojizo y grandes anteojos verdes nos enseñaría qué era eso del cooperativismo y, entonces, yo escucharía hablar, por primera vez, de personajes como un tal Robert Owen, un tal Felipe Buchez y un tal Charles Fourier. De este último, por cierto, sabría que se había ideado los falansterios, una especie de comunidad de personas que vivían juntas y lo compartían todo, experimento que no tardó mucho en venirse abajo. Fracaso por demás previsible, porque desde que yo —como diría el padre Gaspar Astete— tengo uso de razón, he venido escuchando a todo el mundo hablar de compartirlo todo, cuando en la práctica lo único que los seres humanos comparten es la envidia.

 

 

Así que nosotros envidiábamos a los compañeros de la cooperativa. Y los envidiábamos, por su cercana proximidad a las melcochas y a los maníes, a las empanadas y a los buñuelos, a las pelotas de millo revestidas de melado y a los pasteles con forma de sombrerito, y a los cucuruchos de habas fritas, y, por supuesto, a las gaseosas, esa invención maravillosa con la que unos pocos industriales se llenaron los bolsillos de dinero y nuestro pueblo se llenó las arterias de glucosa y, por ese camino, su salud se la llenó, de paso, con las sombrías perspectivas de la diabetes.

Por supuesto, jamás vi aquellas bandejas de la cooperativa escolar repletas de naranjas o de mangos, ni de bananos o de mandarinas, ni de tajadas de piña o de papaya, mucho menos de manzanas o de duraznos, aunque seguramente si ello hubiese sucedido, la cooperativa hubiera tenido que cerrar sus puertas —o, más exactamente, sus andanzas por el patio— mucho antes de la sesión de clausura del año escolar.

 

 

En todo caso, en aquella época —en la que nuestra única relación con los temas de la Medicina y de la salud eran, por un lado, las clases de Higiene, en las que el compañero Murcia se quedaba dormido, y, por la otra, la vecina enfermería escolar, a donde mis compañeros acudían en busca de solución a sus quebrantos, cuando realmente a donde debían acudir era a la mesa del comedor de sus casas, si la pobreza se lo hubiese permitido—, en aquella época, digo, nuestro sueño por excelencia no era todavía el de poder llegar lejos en la vida, sino, por el momento, el de poder tomarse una exquisita gaseosa con un apetitoso complemento —casi siempre de harina blanca— a la hora del recreo.

Por eso, la perspectiva de ganar aquel concurso y recibir consiguientemente los dos pesos del premio anunciado para el primer puesto era motivo más que suficiente para encomendarnos a Santa Rita de Casia, patrona de las causas difíciles, o de las causas imposibles, o – como habría de leérselo muchos años más tarde a una columnista de prensa – de las causas peliagudas.

 

 

Sin embargo, consciente como era de que, en una escuela católica como la mía —porque en aquel entonces los establecimientos educativos no católicos eran inimaginables y los profesores no católicos eran una especie de personajes exóticos que bien podían ser objeto de exhibición en una feria—, resultaba apenas previsible que también Cristancho y Gamboa, y las familias de ambos, especialmente sus mamás, se habían ya encomendado con anterioridad a la misma santa para que inclinara a su favor la decisión del solitario jurado, como era consciente de ello, digo, me pareció que eso era perder el tiempo porque resultaba obvio que la mística patrona de los desesperados no iba a poder decidirse a favor de ninguno de los tres concursantes y que por ello habría, más bien, de abstenerse, tal y como solía hacerlo, y habría de seguirlo haciendo, el desilusionado pueblo colombiano los domingos de elecciones.

Por ello, el bambuco Los cucaracheros lo canté con el único apoyo de mis palmas entusiastas y sonoras, de las palmas con entusiasmo poco sonoro de José Hilario y Ubaldo, de las palmas con mal disimulado entusiasmo y casi imperceptible sonoridad del rector, y de las palmas sin un ápice de entusiasmo ni de sonoridad alguna del público.

 

 

Como era previsible, terminé la canción sin ningún remate espectacular —como sí lo habían hecho mis brillantes antecesores— y, entonces, se desgranó sobre la escuela una especie de llovizna de aplausos, es decir, tan solo algo así como una brizna (una garúa, dirían los argentinos), débilmente fortalecida con los únicos gritos destemplados que se oyeron, los de mis dos amigos, prontamente silenciados —dicho sea de paso— por un chubasco de “sshhhss” provenientes de entre la agitada concurrencia. Y fue cuando, casi enseguida, reapareció la gritería, y volvieron a irrumpir los coros desgarrados que exigían los dos pesos para alguno de los dos primeros finalistas. Así que la Concentración Escolar de Varones José Camacho Carreño fue literalmente invadida hasta los baños por el bullicio: “¡¡¡ CRIS – BOA” !!! ¡¡¡GAM – CANCHO !!! ¡¡¡GAM – CANCHO !!! ¡¡¡ CRIS – BOA” !!! ¡¡¡ CRIS – BOA” !!! ¡¡¡GAM – CANCHO !!! !!!¡¡¡GAM – CANCHO !!! ¡¡¡ CRIS – BOA” !!!”.

Esta vez, sin embargo, no entendí por qué —y jamás tuve el tino de preguntárselo a ninguno de ellos—, noté que mis dos compañeros cercanos sonreían.

 

 

Cote, con su seriedad de suma o adición de quebrados heterogéneos, se dirigió hacia la mesa del jurado a recoger su veredicto. Empero, no sé si porque Santa Rita de Casia decidió intervenir de oficio o qué, pero, y seguramente para su sorpresa, y desde luego para la mía, el rector no le tenía papelito alguno por entregarle, sino que él mismo, desde su mesa, poniéndose de pie y sin molestarse en ir hasta el micrófono, empezó a hablar y a decir lo que dijo.

Y lo que dijo —mientras Cote llevaba a cabo una veloz traída del micrófono desde el tubo hasta la mesa para comenzar a amplificarle rápidamente la voz a través de los parlantes— fue, en primer lugar, que el tercer puesto era para Gamboa.

¡¡¡ La gente no podía creerlo !!!

Pero sin darle tiempo a nadie para principiar la protesta, dijo enseguida que el segundo puesto era para Cristancho.

¡¡¡ No podía ser ! ¡ La gente estaba atónita !!!

Y, como en el corrido mexicano que en aquellos años sonaba sin cesar en las rocolas y minutos antes de que comenzara en los teatros del Circuito Unión la proyección de la película, o sea, sin darle tiempo a ningún Juan Charrasqueado de montar en el caballo, esto es, sin darle oportunidad al público de organizar el movimiento revolucionario de protesta que ya se gestaba, Néstor Gabriel Solano C. comenzó a decir a continuación que la canción que más le había gustado, que la canción “que el profesor de canto debería enseñarles a todos los alumnos”, que la canción “que deberían los padres de familia inculcarles a sus hijos para que se la aprendieran de memoria y la cantaran en sus hogares”, que la canción “que realmente hace vibrar las fibras del corazón de la patria”, y, en fin, un largo, patriótico y emotivo etcétera, era (¡¡¡ Santa Rita de Casia bendita !!!) “esa canción”, sí, “esa canción”, “la canción típica de la capital de nuestro país”, la canción que habla “del cerro de Monserrate y de toda la hermosura de la ciudad que fundó don Gonzalo Jiménez de Quesada y que le sirvió de cuna a don Antonio Nariño”, “la canción Los Cucaracheros“, “un bambuco, un precioso bambuco”, “ese aire musical que sí es nuestro, que sí es colombiano”, “ese aire al que le dedicó nuestro gran poeta don Rafael Pombo una hermosa poesía”, “el ritmo de nuestras breñas, de nuestras montañas, de nuestros campesinos, de nuestra tierra, de nuestra raza comunera”, y que por todo eso “el ganador” era “ese alumno que lo cantó con tanta alegría” (por fortuna nada dijo de la voz), “¡¡¡¡¡ el alumno Gómez !!!!!”.

 

 

Ha pasado más de medio siglo desde aquel día, pero las imágenes y los sonidos son tan actuales como lo es el sonido producido por las teclas medio borrosas de mi computador, con las que estoy escribiendo: Cote —más serio que una reducción de quebrados, una descomposición en factores primos y un complemento aritmético entremezclados— acercándose al tubo del micrófono con este en una mano, mientras agita los codiciados premios con la otra; el bullicio endemoniado de unos rechiflando, de otros gritando “¡¡¡ Noooooo !!!”, de otros insistiendo tozudamente en que el primer puesto debió ser para Cristancho y de otros recabando en que debieron dárselo a Gamboa; José Hilario y Ubaldo sonrientes y corriendo hacia mí para felicitarme; el rector impertérrito, chupándose su caramelo invisible; los profesores golpeándose suavemente la palma de una de sus manos con la regla mientras esbozan un gesto de desconcertada sonrisa o de sonriente desconcierto; Cote entregándome dos billetes de color azul con la imagen de Simón Bolívar y de Francisco de Paula Santander (no me di cuenta en qué momento les entregó sus premios a Cristancho y a Gamboa); los muchachos de la cooperativa reiniciando su provocadora caminata; algunos padres de familia retirándose mientras fruncen el ceño; todas las madres de familia haciendo lo mismo; la campana sonando no sé por qué; Cote conversando con el rector tampoco sé sobre qué; y luego, la memorable escena del asalto a las bandejas de la cooperativa, con la complicidad de Ubaldo y de José Hilario, que no dejan de reírse.

 

 

Ha pasado más de medio siglo, sí, pero no he olvidado que el ganador no era yo, que yo jamás canté mejor que ellos, que Cristancho y que Gamboa siempre fueron mejores que yo, que cualquiera de los dos debió ser el ganador y el otro, el segundo. Por eso hoy, a la distancia de los años, cuando escribo estas líneas en esta tarde gris y lluviosa de agosto de 2019, mirando el paisaje montañero más allá del cristal de la ventana de mi estudio, y observando el cielo encapotado, y sintiendo el frío de la tarde, y con la plena convicción, tan nostálgica como dichosa, de que hace más de medio siglo, un viernes cualquiera, yo era tan feliz con tan poco, era tan feliz con tan solo una melcocha en la boca, con tan solo dos pesos en los bolsillos, con tan solo dos amigos cercanos en la escuela, me pregunto si, al fin y al cabo, la felicidad, en últimas, no es sino el poder ser feliz en un momento cualquiera de la vida, más allá de amasar fortuna o de aglutinar amigos virtuales por montones. Y, entonces, siento que esa nostalgia me alcanza, y que me alcanza la gratitud, para desearles, desde el fondo de mi corazón, a mis dos compañeros ganadores indiscutibles de ese día, lo mismo que les deseo a esos otros dos que me apoyaron hasta el final de aquel modesto concurso: que lluevan sobre todos ellos y sus familias las bendiciones.

Y, por supuesto, que ojalá Gamboa y Cristancho hayan seguido cantando tan lindo como cantaban.

 

 

¡¡¡¡¡¡ Hasta siempre, Concentración Escolar de Varones José Camacho Carreño, la mejor escuela del mundo !!!!!!

 

 

¡Gracias por compartirla!
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