LAS MUJERES EN LA FILOSOFÍA. Capítulo VIII: CHRISTINE DE PIZÁN. Por Óscar Humberto Gómez Gómez, Miembro de la Academia de Historia de Santander y del Colegio Nacional de Periodistas Seccional Santander.

 

Aunque nace en Venecia, en 1364, Christine de Pizán (*1) solo permanecerá en Italia hasta la edad de 4 años, porque a partir de ahí su vida habrá de transcurrir en Francia, al punto de que se le considera una filósofa, escritora, humanista y feminista francesa.

 

 

Hija de una madre de personalidad eclipsada por el machismo, que pretenderá que su hija no sea sino la tradicional mujer sin educación y toda la vida confinada en la cocina, en las tareas domésticas y al servicio exclusivo de su marido, y que incluso este —como siempre sucedía en la época medieval en la que había nacido— se lo escoja su padre, Christine de Pizán optará por todo lo contrario: por educarse, cultivar la libertad de pensamiento —algo inimaginable en la Edad Media— y, lo más sorprendente para la sociedad de entonces: escribir y publicar sus obras.

Por fortuna para ella, a diferencia de la mentalidad conformista de su progenitora, encontrará apoyo para sus sueños en su padre, un hombre culto —médico, físico, astrónomo y político— que llegará a ocupar posiciones estatales prominentes, como la de canciller de Venecia, en la atomizada Italia de aquellos tiempos, y quien la adentrará —contra el querer materno— en el mundo social elevado dentro del cual él se desenvuelve (*2).

Como es lo que se estila en aquella oscura época, Christine se casará —aunque ella sí lo hará con un joven de quien estará profundamente enamorada (*3)— cuando cuente con apenas 15 años de edad, pero desafortunadamente enviudará cuando tenga tan solo 25 y quedará con tres hijos por mantener. Su padre, quien antes de morir, debido a las transformaciones políticas se habrá venido a menos y habrá terminado en la miseria, cargado ya no de esplendor, sino de deudas, le habrá sembrado, sin embargo, la cualidad que hoy en día denomina la Psicología resiliencia. Entonces, la joven viuda solitaria, no solo decidirá no volverse a casar jamás (*4), sino que, además, en vez de amilanarse, empuñará con decisión la pluma y con ella comenzará a desplegar todo su talento, para terminar convirtiéndose en la primera mujer de la historia que vivirá del oficio de escritora.

Escribirá sobre filosofía, sobre política, sobre religión y también producirá poesía lírica.

Pero, además, Christine de Pizán se meterá de lleno, ella misma, en las tareas propias de la edición bibliográfica, poniéndose al frente de los copistas que reproducirán los ejemplares de sus libros (aún Johannes Gutenberg no ha inventado la imprenta y los libros se editan a mano) y ella misma se encargará: o de dibujar y colorear las ilustraciones de sus obras o de dirigir a los miniaturistas que lo hacen. En aquel entonces se utiliza la técnica de la iluminación.

 

 

La obra cumbre de Christine de Pizán será, sin embargo, La ciudad de las damas, con la que se enfrentará al machismo y a la misoginia imperantes en la Edad Media, y que hunde sus raíces en la filosofía aristotélica y de otros grandes pensadores. Christine se convertirá, entonces, en precursora del feminismo. Los ataques virulentos contra ella no se harán esperar, por supuesto, y provendrán principalmente de los escolásticos.

 

 

El siguiente es el texto completo —en español— de los primeros capítulos (I, II, III, IV, V y VI) del Libro I de aquella obra memorable:

 

 

Libro I

I

 

Aquí empieza el libro de La Ciudad de las Damas, cuyo primer capítulo cuenta cómo surgió este libro y con qué propósito

 

 

Sentada un día en mi cuarto de estudio, rodeada toda mi persona de los libros más dispares, según tengo costumbre, ya que el estudio de las artes liberales es un hábito que rige mi vida, me encontraba con la mente algo cansada, después de haber reflexionado sobre las ideas de varios autores. Levanté la mirada del texto y decidí abandonar los libros difíciles para entretenerme con la lectura de algún poeta. Estando en esa disposición de ánimo, cayó en mis manos cierto extraño opúsculo, que no era mío sino que alguien me lo había prestado. Lo abrí entonces y vi que tenía como título Libro de las Lamentaciones de Mateolo. Me hizo sonreír, porque, pese a no haberlo leído, sabía que ese libro tenía fama de discutir sobre el respeto hacia las mujeres. Pensé que ojear sus páginas podría divertirme un poco, pero no había avanzado mucho en su lectura, cuando mi buena madre me llamó a la mesa, porque había llegado la hora de la cena. Abandoné al instante la lectura con el propósito de aplazarla hasta el día siguiente. Cuando volví a mi estudio por la mañana, como acostumbro, me acordé de que tenía que leer el libro de Mateolo. Me adentré algo en el texto pero, como me pareció que el tema resultaba poco grato para quien no se complace en la falsedad y no contribuía para nada al cultivo de las cualidades morales, a la vista también de las groserías de estilo y argumentación, después de echar un vistazo por aquí y por allá, me fui a leer el final y lo dejé para volver a un tipo de estudio más serio y provechoso.

Pese a que este libro no haga autoridad en absoluto, su lectura me dejó, sin embargo, perturbada y sumida en una profunda perplejidad. Me preguntaba cuáles podrían ser las razones que llevan a tantos hombres, clérigos y laicos, a vituperar a las mujeres, criticándolas bien de palabra bien en escritos y tratados. No es que sea cosa de un hombre o dos, ni siquiera se trata de ese Mateolo, que nunca gozará de consideración porque su opúsculo no va más allá de la mofa, sino que no hay texto que esté exento de misoginia. Al contrario, filósofos, poetas, moralistas, todos –y la lista sería demasiado larga– parecen hablar con la misma voz para llegar a la conclusión de que la mujer, mala por esencia y naturaleza, siempre se inclina hacia el vicio.

Volviendo sobre todas esas cosas en mi mente, yo, que he nacido mujer, me puse a examinar mi carácter y mi conducta y también la de otras muchas mujeres que he tenido ocasión de frecuentar, tanto princesas y grandes damas como mujeres de mediana y modesta condición, que tuvieron a bien confiarme sus pensamientos más íntimos. Me propuse decidir, en conciencia, si el testimonio reunido por tantos varones ilustres podría estar equivocado. Pero, por más que intentaba volver sobre ello, apurando las ideas como quien va mondando una fruta, no podía entender ni admitir como bien fundado el juicio de los hombres sobre la naturaleza y conducta de las mujeres. Al mismo tiempo, sin embargo, yo me empeñaba en acusarlas porque pensaba que sería muy improbable que tantos hombres preclaros, tantos doctores de tan hondo entendimiento y universal clarividencia –me parece que todos habrán tenido que disfrutar de tales facultades– hayan podido discurrir de modo tan tajante y en tantas obras que me era casi imposible encontrar un texto moralizante, cualquiera que fuera el autor, sin toparme antes de llegar al final con algún párrafo o capítulo que acusara o despreciara a las mujeres. Este solo argumento bastaba para llevarme a la conclusión de que todo aquello tenía que ser verdad, si bien mi mente, en su ingenuidad e ignorancia, no podía llegar a reconocer esos grandes defectos que yo misma compartía sin lugar a dudas con las demás mujeres. Así, había llegado a fiarme más del juicio ajeno que de lo que sentía y sabía en mi ser de mujer.

Me encontraba tan intensa y profundamente inmersa en esos tristes pensamientos que parecía que hubiera caído en un estado de catalepsia. Como el brotar de una fuente, una serie de autores, uno después de otro, venían a mi mente con sus opiniones y tópicos sobre la mujer. Finalmente, llegué a la conclusión de que al crear Dios a la mujer había creado un ser abyecto.

No dejaba de sorprenderme que tan gran Obrero haya podido consentir en hacer una obra abominable, ya que, si creemos a esos autores, la mujer sería una vasija que contiene el poso de todos los vicios y males. Abandonada a estas reflexiones, quedé consternada e invadida por un sentimiento de repulsión, llegué al desprecio de mí misma y al de todo el sexo femenino, como si Naturaleza hubiera engendrado monstruos. Así me iba lamentando: –¡Ay Señor! ¿Cómo puede ser, cómo creer sin caer en el error de que tu sabiduría infinita y tu perfecta bondad hayan podido crear algo que no sea bueno? ¿Acaso no has creado a la mujer deliberadamente, dándole todas las cualidades que se te antojaban? ¿Cómo iba a ser posible que te equivocaras? Sin embargo, aquí están tan graves acusaciones, juicios y condenas contra las mujeres. No alcanzo a comprender tamaña aberración. Si es verdad, Señor Dios, que tantas abominaciones concurren en la mujer, como muchos afirman –y si tú mismo dices que la concordancia de varios testimonios sirve para dar fe, tiene que ser verdad–, ¡ay, Dios mío, por qué no me has hecho nacer varón para servirte mejor con todas mis inclinaciones, para que no me equivoque en nada y tenga esta gran perfección que dicen tener los hombres! Ya que no lo quisiste así y no extendiste hacia mí tu bondad, perdona mi flaco servicio y dígnate en recibirlo, porque el servidor que menos recibe de su señor es el que menos obligado queda.

Así, me deshacía en lamentaciones hacia Dios, afligida por la tristeza y llegando en mi locura a sentirme desesperada porque Él me hubiera hecho nacer dentro de un cuerpo de mujer.

 

II

 

Cómo tres Damas aparecieron delante de Cristina y cómo la primera se dirigió a ella para consolarla

 

 

 

Hundida por tan tristes pensamientos, bajé la cabeza avergonzada, los ojos llenos de lágrimas, me apoyé sobre el recodo de mi asiento, la mejilla apresada en la mano, cuando de repente vi bajar sobre mi pecho un rayo de luz como si el sol hubiera alcanzado el lugar, pero, como mi cuarto de estudio es oscuro y el sol no puede penetrar a esas horas, me sobresalté como si me despertara de un profundo sueño. Levanté la cabeza para mirar de dónde venía esa luz y vi cómo se alzaban ante mí tres Damas coronadas, de muy alto rango. El resplandor que emanaba de sus rostros se reflejaba en mí e iluminaba toda la habitación.

 

Huelga decir mi sorpresa, ya que las tres Damas habían entrado pese a estar cerradas las puertas. Tanto me asusté que me santigüé en la frente temiendo que aquello fuera obra de algún demonio. Entonces la primera de las tres Damas me sonrió y se dirigió a mí con estas palabras:

–No temas, querida hija, no hemos venido aquí para hacerte daño, sino para consolarte. Nos ha dado pena tu desconcierto y queremos sacarte de esa ignorancia que te ciega hasta tal punto que rechazas lo que sabes con toda certeza para adoptar una opinión en la que no crees, ni te reconoces, porque sólo está fundada sobre los prejuicios de los demás. Te pareces al tonto de la historia que, mientras dormía al lado del molino, disfrazaron con ropa de mujer: cuando se despertó, en vez de fiarse de su propia experiencia, creyó las mentiras de los que se burlaban de él afirmando que se había transformado en mujer.

¿Dónde anda tu juicio, querida? ¿Has olvidado que es en el crisol donde se depura el oro fino, que allí ni se altera ni cambia sus propiedades, sino todo lo contrario, cuanto más se trabaja más se depura y afina? ¿Acaso ignoras que lo que más se discute y debate es precisamente lo que más valor tiene? Piensa en las Ideas, es decir, las cosas divinas que mayor trascendencia tienen: ¿no ves que incluso los más grandes filósofos cuyo testimonio alegas en contra de tu propio sexo no han logrado determinar qué es lo verdadero o lo falso, sino que se corrigen los unos a los otros en una disputa sin fin? Tú misma lo has estudiado en la Metafísica de Aristóteles, que critica y refuta de tal suerte las ideas de Platón y otros filósofos. Mira también cómo san Agustín y otros Doctores de la Iglesia hicieron lo mismo con ciertos pasajes de Aristóteles, al que llaman, sin embargo, el Príncipe de los filósofos y a quien se deben las más altas doctrinas de la filosofía natural y de la moral. Ciertamente, tú pareces creer que todo cuanto afirman los filósofos es artículo de fe y que no pueden equivocarse.

» En cuanto a los poetas a los que te refieres, ¿no sabes que utilizan a menudo un lenguaje figurado, y que a veces hay que entender lo contrario del sentido literal? Así, puede aplicarse la figura retórica llamada «antífrasis», que significa –como muy bien sabes– que si por ejemplo dices que algo es malo hay que entender todo lo contrario. Yo te recomiendo que des la vuelta a los escritos donde desprecian a las mujeres para sacarles partido en provecho tuyo, cualesquiera que sean sus intenciones. Puede que el que en su libro dice llamarse Mateolo así lo haya querido, porque en él se encuentran muchas cosas que, tomadas literalmente, serían pura herejía. Por ejemplo, en lo que se refiere a la diatriba en contra del estado del matrimonio –algo, sin embargo, sano y digno, según la Ley de Dios– la experiencia demuestra claramente que la verdad es lo contrario de lo que se afirma al intentar cargar a las mujeres con todos los males. No se trata sólo de ese Mateolo, sino de otros muchos, en particular del Roman de la Rose, que goza de mayor crédito por la gran autoridad de su autor. De verdad, ¿dónde podría encontrarse jamás un marido que tolerase que su mujer tuviera tal poder sobre él que ésta pudiera verter sobre su persona los insultos e injurias que, según dichos autores, son propias de todas las mujeres? Sea lo que fuere lo que hayas podido leer, dudo que lo hayas visto con tus propios ojos, porque no son más que habladurías vergonzosas y palpables mentiras.

» Para concluir, querida Cristina, te diría que es tu ingenuidad la que te ha llevado a la opinión que tienes ahora. Vuelve a ti, recobra el ánimo tuyo y no te preocupes por tales necedades. Tienes que saber que las mujeres no pueden dejarse alcanzar por una difamación tan tajante, que al final siempre se vuelve en contra de su autor.

 

III

 

Cómo la Dama que se había dirigido a Cristina le explicó quién era y asimismo le anunció que, ayudada por las tres Damas, ella levantaría una Ciudad

 

 

 

Tal fue el discurso que me hizo esa alta Dama. No sé cuál de mis sentidos quedó más solicitado por su presencia: el oído, al escuchar unas palabras tan dignas de atención, o la vista, al contemplar la gran belleza de su rostro, la suntuosidad del atuendo y su suprema distinción. Como lo mismo se podía decir de las otras dos Damas, yo no sabía hacia cuál de ellas dirigir la mirada; en efecto, se parecían tanto que costaba establecer una diferencia entre ellas, salvo con una –la que hablaría en tercer lugar, aunque no por ello con menor autoridad– cuyo gesto era tan altivo que nadie, por muy osado que fuera, podía mirarla a los ojos sin temer ser fulminado por su mal comportamiento. Yo me quedaba de pie ante ellas en señal de respeto, mirándolas en silencio como arrobada y sin habla. Mi mente quedaba estupefacta, me preguntaba por su nombre, su estado, por qué habrían venido, qué significaban los distintos cetros que cada una llevaba en la mano diestra, a cual más valioso. Todas esas preguntas se las habría hecho de buen grado, de haberme atrevido, pero me estimaba indigna de interrogar a unas Damas tan distinguidas.

Permanecía callada y seguía mirándolas algo asustada, aunque reafirmada por las palabras que acababa de oír, las cuales habían servido para despertar de la amargura de mi ánimo. Pero la muy docta Dama que me había hablado leía en mis pensamientos con gran clarividencia, y sin que yo preguntara, respondió a mis interrogaciones:

–Debes saber, querida hija, que la divina Providencia, que nada deja al azar, nos ha encargado vivir entre los hombres y mujeres de este bajo mundo, pese a nuestra esencia celeste, para cuidar del buen orden de las leyes que rigen los distintos estados. En lo que a mí atañe, tengo por misión corregir a los hombres y a las mujeres cuando yerran para volver a ponerlos en la vía recta; si se pierden pero su entendimiento puede atender a razones, llego sigilosamente a sus mentes, los amonesto y sermoneo para hacerles ver sus errores, explicándoles las causas, y luego les enseño cómo hacer el bien y evitar el mal. Como mi papel es que cada uno y cada una se vea en su alma y conciencia y conozca sus vicios y defectos, no tengo por emblema el cetro sino el espejo refulgente que llevo en la diestra. Has de saber que quien se mire en este espejo se verá reflejado hasta en lo más hondo de su alma. ¡Qué poderosa virtud la de este espejo mío! Míralo, con sus piedras preciosas: nada puede llevarse a cabo sin él, ahí quedan conocidas las esencias, cualidades, relación y medida de todas las cosas.

» Como deseas también conocer el papel de mis hermanas aquí presentes, cada una dará testimonio por sí misma sobre su nombre y calidad, para garantizar la verdad del relato. Antes, sin embargo, tengo que aclararte sin dilación el porqué de nuestra venida. Te prometo que nuestra aparición por estos lares no es gratuita, porque todo lo que hacemos obedece a una razón: no frecuentamos cualquier lugar ni nos presentamos ante cualquiera. Pero tú, querida Cristina, por el gran amor con el que te has dedicado a la búsqueda de la verdad en tu largo y asiduo estudio, que te ha retirado del mundo y ha hecho de ti un ser solitario, te has mostrado digna de nuestra visita y has merecido nuestra amistad, que te dará consuelo en tu pena y desasosiego, haciéndote ver con claridad esas cosas que, al nublar tu pensamiento, agitan y perturban tu ánimo.

»Debes saber que existe además una razón muy especial, más importante aún, por la cual hemos venido, y que vamos a desvelarte: se trata de expulsar del mundo el error en el que habías caído, para que las damas y todas las mujeres de mérito puedan de ahora en adelante tener una ciudadela donde defenderse contra tantos agresores. Durante mucho tiempo las mujeres han quedado indefensas, abandonadas como un campo sin cerca, sin que ningún campeón luche en su ayuda. Cuando todo hombre de bien tendría que asumir su defensa, se ha dejado, sin embargo, por negligencia o indiferencia que las mujeres sean arrastradas por el barro. No hay que sorprenderse por lo tanto si la envidia de sus enemigos y las calumnias groseras de la gente vil, que con tantas armas las han atacado, han terminado por vencer en una guerra donde las mujeres no podían ofrecer resistencia. Dejada sin defensa, la plaza mejor fortificada caería rápidamente y podría ganarse la causa más injusta pleiteando sin la parte adversa. En su ingenua bondad, siguiendo en ello el precepto divino, las mujeres han aguantado, paciente y cortésmente, todos los insultos, daños y perjuicios, tanto verbales como escritos, dejando en las manos de Dios todos sus derechos. Ha llegado la hora de quitar de las manos del faraón una causa tan justa. Ése es el motivo de que estemos aquí las tres: nos hemos apiadado de ti y venimos para anunciarte la construcción de una Ciudad. Tú serás la elegida para edificar y cerrar, con nuestro consejo y ayuda, el recinto de tan fuerte ciudadela. Sólo la habitarán damas ilustres y mujeres dignas, porque aquellas que estén desprovistas de estas cualidades tendrán cerrado el recinto de nuestra Ciudad.

 

IV

 

Cómo la Dama habló a Cristina de la Ciudad que debía construir y de cómo su misión era ayudarla a levantar las murallas y a cerrar el recinto de la ciudadela

 

 

 

»Así, querida hija, sobre ti entre todas las mujeres recae el privilegio de edificar y levantar la Ciudad de las Damas. Para llevar a cabo esta obra, como de una fuente clara, sacarás agua viva de nosotras tres. Te proveeremos de materiales más duros y resistentes que bloques de mármol macizos que esperan a estar sellados. Así alcanzará tu Ciudad una belleza sin par que perdurará eternamente.

»Has leído ciertamente cómo el rey Trogos fundó la gran ciudad de Troya con la ayuda de Apolo, Minerva y Neptuno, a los que los antiguos tomaban por dioses, y cómo, asimismo, el rey Cadmos fundó la ciudad de Tebas por orden divina. Con el paso del tiempo, sin embargo, aquellas ciudades se hundieron en ruinas. Pero yo, la verdadera Sibila, te anuncio que la Ciudad que fundarás con nuestra ayuda nunca volverá a la nada sino que siempre permanecerá floreciente; pese a la envidia de sus enemigos, resistirá muchos asaltos, sin ser jamás tomada o vencida.

»Como te ha enseñado el estudio de la historia, el reino de Amazonia, creado hace tiempo por iniciativa de muchas y muy valientes mujeres que despreciaban la condición de esclavas, permaneció bajo el imperio sucesivo de distintas reinas, damas elegidas por su sabiduría, para que su buen gobierno conservara al Estado todo su poder. En la época de su reinado conquistaron gran parte de Oriente y sembraron el pánico en las tierras colindantes, haciendo temblar hasta a los habitantes de Grecia, que eran entonces la flor de las naciones. Pese a tanta fuerza, aquel imperio, el reino de las amazonas –como ocurre con todo poder– acabó por desmoronarse, de tal suerte que hoy sólo su nombre sobrevive en la memoria. Los cimientos y edificios de la Ciudad que has de construir y construirás serán mucho más fuertes. De común acuerdo las tres hemos decidido que yo te proporcione un mortero resistente e incorruptible, para que eches sólidos cimientos y levantes todo alrededor altas y fuertes murallas con anchas y hermosas torres, poderosos baluartes con sus fosos naturales y artificiales, como conviene a una plaza tan bien defendida. Bajo nuestro consejo cavarás hondos cimientos para que estén seguros y elevarás luego las murallas hasta tal altura que jamás ningún adversario las haga peligrar. Acabo de explicarte, hija mía, las razones de nuestra venida, y para dar más peso a mis palabras, quiero revelarte ahora mi nombre. Con sólo oírlo, y si quieres seguir mis consejos, sabrás que tienes en mí una fiel guía para acabar tu obra sin equivocarte. Razón me llaman. Puedes felicitarte por estar en tan buenas manos. Esto es todo por ahora.

 

V

 

Cómo la segunda Dama reveló a Cristina su nombre y estado y le habló de la ayuda que le habría de prestar para construir la Ciudad de las Damas

 

 

Apenas acababa de terminar su discurso aquella Dama, cuando, sin dejarme tiempo para intervenir, la segunda Dama se dirigió a mí en estos términos:

–Me llamo Derechura. Mi morada es más celeste que terrenal y en mí resplandece la luz de la bondad divina, de la que yo soy mensajera. Vivo entre los justos, a quienes exhorto a hacer el bien, a devolver a cada uno lo que le pertenece, a decir la verdad y a luchar por ella, a defender el derecho de los pobres e inocentes, a no usurpar el bien ajeno, a hacer justicia a los que acusan en falso. Soy el escudo de los que sirven a Dios; a éstos defiendo; soy su baluarte contra la fuerza y el poder injusto; soy su abogada en el cielo, donde intervengo para que queden premiados sus esfuerzos y hechos valiosos; por mediación mía, Dios revela sus secretos a quienes ama.

» A modo de cetro llevo en la diestra esta vara resplandeciente que delimita como una recta regla el bien y el mal, lo justo y lo injusto; quien la siga no se extraviará. Los justos se alían bajo el mando de este bastón de paz que golpea a la injusticia. ¿Qué más puedo decirte? Con esta regla, que tiene muchas virtudes, pueden trazarse los límites de cualquier cosa. Te será muy útil para medir los edificios de la Ciudad que debes construir. La necesitarás para levantar los grandes templos, diseñar y construir calles y plazas, palacios, casas y alhóndigas (léase graneros de estilo renacentista. Nota del portal), y para ayudarte con todo lo necesario para poblar una ciudad. Para esto he venido, éste es mi papel. Si el diámetro y circunferencia de las murallas te parecen grandes, no debes preocuparte, porque con la ayuda de Dios y la nuestra terminarás su construcción ciñendo y colmando el lugar con hermosas mansiones y magníficas casas palaciegas. Ningún espacio quedará sin edificar.

 

 

 

VI

 

Cómo la tercera Dama reveló a Cristina quién era, cuál era su papel, cómo la ayudaría a terminar los tejados de las torres y palacios, y cómo había de traer a la Reina con su séquito de nobles damas

 

 

Tomó luego la tercera Dama la palabra:

–Querida Cristina, soy Justicia, hija predilecta de Dios, de cuya esencia procedo. El cielo es mi morada, así como la tierra y el infierno: en el cielo, para mayor gloria de las santas almas; en la tierra, para distribuir a cada uno la medida del bien o del mal que se merece; en el infierno, para castigo de pecadores. Ni amigos ni enemigos tengo, por lo que jamás cedo; ni me vence la piedad ni me mueve la crueldad. Mi única obligación es juzgar, distribuir y devolver a cada uno según su mérito. Sostengo el orden en cada estado y nada puede durar sin mí. Estoy en Dios y Dios está en mí, porque somos por así decir una sola cosa. Quien siga mi certera vía no podrá errar. A los hombres y mujeres de sano espíritu enseño primero a conocerse y a comportarse con los demás como consigo mismos, a distribuir sus bienes sin favoritismos, a decir la verdad, huyendo y odiando la mentira, y a rechazar todo vicio.

»Esta copa de oro fino que ves en mi mano diestra, medida de buen tamaño, me la ha dado Dios para devolver a cada uno lo debido. Lleva grabada la flor de lis de la Trinidad y se ajusta a cada caso sin que nadie pueda quejarse de lo que le atribuyo. Los hombres de este mundo tienen otras medidas, que dicen basadas en la mía, a modo de patrón, pero se equivocan; pese a invocarme en sus pleitos, utilizan una medida que, siendo demasiado generosa para unos y escasa para otros, nunca es justa.

»Largo rato podría entretenerte sobre las particularidades de mi cargo pero te diré, para abreviar, que gozo de una situación especial entre las virtudes: todas convergen hacia mí, las tres somos por así decir una sola: lo que propone la primera, la segunda lo dispone y aplica, y yo, la tercera, lo llevo a perfecto término.

Por ello, las tres hemos acordado que yo venga en tu ayuda para terminar tu Ciudad. Será responsabilidad mía rematar con oro fino y pulido los tejados de las torres, mansiones y casas palaciegas. Terminada la Ciudad, la poblaré para ti con mujeres ilustres y traeré una gran reina a quien las demás damas rendirán homenaje y pleitesía. Con tu ayuda quedará la Ciudad cerrada con fortificaciones y pesadas puertas que bajaré del cielo. Después pondré las llaves en tu mano”.

 

 

 

Christine de Pizán, la lucecita solitaria que tratará de iluminar con su pluma la que muchos consideran la época más oscura de la historia, habrá de dejar a la posteridad numerosos libros, entre ellos: La Epístola al Dios de Amores, La visión de Christine (autobiografía),  Libro de la mutación de la fortuna, Las epístolas de Otea a Héctor, Los hechos y buenas maneras del rey Carlos V, El camino del largo estudio, Libro de la mutación de la fortuna, Epístola a Isabel de Baviera y Canción en honor de Juana de Arco, su última obra.

 

 

 

“En 1415 —escribe Esmeralda Merino para la revista Esfinge—, el ejército francés vio caer a 7000 combatientes en la histórica batalla de Azincourt contra los ingleses, que ganó Enrique V de Inglaterra al frente de su ejército, en el que apenas hubo 400 ó 500 bajas. La desproporción de la derrota sumió a Francia en un profundo abatimiento.

Era un momento difícil en la vida personal de Cristina de Pizán, que se había refugiado en la paz del convento de Poissy, donde había profesado su hija, el único miembro de su familia que todavía vivía. Según sus propias palabras, la vida le pesaba demasiado y ni siquiera escribiendo encontraba consuelo.

Pero ocurrió algo insólito y no pudo sujetar su mano ante el papel después de once años de silencio. Una muchacha de dieciséis años había liberado Orleans en ocho días, después de estar sufriendo un asedio de siete meses. ¡Una mujer!

Aquello desató nuevamente su vocación literaria. Escribió apasionadamente sobre la virtud y la capacidad de Juana de Arco. Ella, que pasó su existencia intentando convencer a sus contemporáneos de que hacían mal despreciando a la mujer, que siempre alabó el valor como virtud femenina, no podía desear mejor justificación con el ejemplo magnífico de esta deslumbrante doncella.

Le ditié de Jehanne d’Arc fue su última obra. La sorprendente epopeya de Juana superaba con mucho todo lo que ella había podido desear, y seguramente se fue de este mundo con una sensación de complacencia interior.

No conocemos la fecha de su muerte. En 1940 se imprimieron algunos fragmentos de su obra, con lo que su figura resucitó para el recuerdo después de haber descansado en el olvido durante más de cinco siglos”. (MERINO, Esmeralda. Cristina de Pizán: una feminista en la Edad Media. En: Revista Esfinge, apuntes para un pensamiento diferente).

 

 

 

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ILUSTRACIONES: Excepto la antepenúltima, miniaturas iluminadas que ilustran la obra bibliográfica de Christine de Pizán. La antepenúltima ilustración corresponde a Juana de Arco, miniatura anónima del siglo XV que se conserva en los Archivos Nacionales de Francia. La heroína y mártir francesa fue contemporánea de la prominente intelectual.

 

NOTAS: (1) En las diversas fuentes el apellido de la ilustre pensadora italo – francesa se escribe Pisan, con “s”, para ponerlo en francés, o Pizan, para ponerlo en italiano. Igualmente, se le escribe con tilde (Pizán o Pisán) o sin ella (Pizan o Pisan). Así mismo, su nombre —Christine— se escribe Cristina, en español.

(2) El padre de Christine de Pizán se llamaba Tomasso de Pizán.

(3) El esposo de Christine de Pizán se llamaba Étienne du Castel y desempeñaba el cargo de secretario de la Corte del rey Carlos V. Las crónicas de la época coinciden en que el suyo fue un matrimonio muy feliz.

(4) Christine, en efecto, jamás volverá a casarse y terminará recluyéndose en un convento, de donde solamente saldrá con rumbo hacia la inmortalidad.

 

[CONTINUARÁ]

 

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