EL ÚLTIMO DINOSAURIO (2a parte). Por Óscar Humberto Gómez Gómez

 

Aún semanas después de la aparición del último dinosaurio en las cavernas vírgenes de la inexpugnable cordillera del norte, a varios kilómetros de la ciudad, y de su tormentoso desfile de exhibición, los habitantes de la urbe se resistían a aceptar la trascendencia del histórico episodio, que para ellos no pasó de ser una bufonada. Las tertulias alrededor del tema concluían siempre lo mismo: los centros de poder del universo se inventaron semejante farsa con claros objetivos políticos, pues de esa forma distraerían la atención del mundo hacia un tema apasionante, aunque costoso, y así se enervarían las crecientes protestas sociales contra las guerras en las que estaba sumida la humanidad a consecuencia del patriarcado, el gobierno de los hombres, interesados no más en crear más y más artefactos de destrucción y seguir sometiendo a la opresión del hambre a todos los pueblos de la tierra. Aunque ya tomaban fuerza inusitada los movimientos ideológicos que propugnaban la entrega inmediata del poder a las mujeres, quienes, por ser dadoras de vida, eran consideradas la última oportunidad del planeta para no caer en el caos definitivo, siempre y cuando, eso sí, ya en el gobierno del mundo actuaran como mujeres y no como un mal remedo de los varones, todavía se sentía en todas partes la brutalidad militar, ejercida tanto por los hombres en armas que trataban de arribar a las esferas de mando como por aquellos que ya lo detentaban desde hacía rato, y se percibía en el ambiente una irritante desigualdad económica y social en todos los órdenes de la vida cotidiana. El Estado como tal se había reducido al aparato de violencia institucional, equipado solamente para perpetuar los privilegios de unos pocos y la miseria de la mayoría, según el discurso amargo que se escuchaba por doquier. Ya no le importaban temas que otrora constituían la razón de ser de su existir. El viejo Hospital del Estado, por ejemplo, fue cerrado para siempre y los infelices destituidos de la sociedad que se enfermaban, o se veían enfrentados a las vicisitudes de la vida con algún quebranto de su salud causado en alguno de los accidentes que a diario acaecían en las vías públicas, carentes tanto de señalización y mantenimiento como de ornato, tenían que resignarse a morir abandonados en uno cualquiera de los pabellones donde el llanto y el dolor no eran vistos ni escuchados por nadie distinto de la indiferencia.

Empero, la desdichada situación de los enfermos pobres no era reciente y ni siquiera posterior al cierre del viejo Hospital del Estado. El caso de Genara Traslaviña, una mujer trabajadora como pocas, víctima de un infarto cardíaco, quien murió en ese centro asistencial por falta de una oportuna atención médica, en circunstancias que un novel e ignoto escritor narró bajo el título “El hospital de caridad”, acabó por ser el detonante final, y las denuncias sobre hechos similares en aquel centro oficial de salud coparon la atención ciudadana durante un buen tiempo. Mas, al final, todo retornó a la rutina diaria y los humildes fueron dejados al garete, en manos de medicuchos sin escrúpulos, carentes de mística y de preparación académica, que los dejaban morir sin el más mínimo auxilio sólo porque eran personas sin dinero y cuyas vidas, en consecuencia, nada les significaba.

Algo similar acaecía con la educación y la justicia. El crimen contra la vida de Gilberto de la Cruz Toloza Idárraga, un indocumentado desaparecido en el país del este, a donde viajó de manera clandestina en busca de las oportunidades que su tierra le negó, tal y como lo hacían numerosos compatriotas suyos, reveló, al ser indagadas y denunciadas sus circunstancias por el mismo novel e ignorado escritor, quien narró su tragedia en un relato al que tituló “El indocumentado”, las presiones a que eran sometidos a diario sus pequeños hijos en la escuela pública, de donde los devolvían a su hogar sólo por carecer de dinero para adquirir un libro de catecismo.

El juez instructor que investigó el sonado episodio de Alfonso N., un enigmático personaje que por motivos nunca precisados se lanzó al vacío desde la mansarda de la cual era inquilino, episodio narrado también por aquel novel y desconocido escritor en un cuento que tituló “El caso de la mansarda”, puso al descubierto las grandes fallas que bullían dentro del aparato judicial, escenario donde la muerte de las personas carentes de bienes de fortuna no le importaban a nadie, mientras, en cambio, si se trataba de alguien importante, anónimos seres inocentes eran aprehendidos como corderos expiatorios y, antes de ser declarada su inocencia, debían permanecer largos años en las mazmorras del Estado, olvidados de la cada vez más ausente misericordia de los hombres.

Con cuántas irregularidades funcionaban estos centros de reclusión carcelaria fue algo que destapó, como una olla podrida, el doloroso caso de un niño ladrón, capturado por la policía cuando trataba de alcanzar la gloria del día sujetando con fuerza una cartera ajena. Esa misma noche fue violado por siete hombres en el presidio del Estado, donde lo recluyeron mezclado con los convictos adultos. El relato del brutal episodio, en la pluma del mismo escritor principiante que refirió los casos de Genara Traslaviña, de Gilberto de la Cruz Toloza Idárraga y de Alfonso N., atrajo la atención momentánea del mundo civilizado, la cual, empero y como siempre, languideció pocos días después de estallado el escándalo, y las cosas retornaron a lo que llamaban dizque “normalidad”, cuando nada más anormal podía haber que ellas. La inauguración de la nueva cárcel, nombrada “Modelo” porque se pensaba que iría a servir de buen ejemplo, y a la cual fueron trasladados los presos en fila india desde la vetusta Cárcel de La Concordia, cuya edificación fue derribada, había hecho creer en vano a los munícipes que los vientos de la reforma penitenciaria empezaban a soplar con fuerza en la tierra de las cigarras. No hubo tal, sin embargo, pues en la flamante y publicitada Cárcel Modelo las cosas siguieron peor que antes.

Pero la injusticia no campeaba tan solo en los estrados donde ella supuestamente se impartía, ni en el caduco sistema educativo oficial, ni en el obsoleto sistema penitenciario. También saltaban a la vista de los extranjeros que visitaban aquella ciudad ignota y remota los más irritantes desajustes sociales. Los miserables, en efecto, sobrevivían en los bordes de los riscos. No pocas veces el suelo cedía ante una tormenta o un temblor de tierra y las familias veían irse sus escasos bienes de infortunio al fondo de los barrancos, a donde también se precipitaban sus escasas esperanzas por una vida digna.

La gente de los barrios del este, ensimismada en su opulencia, nunca se preocupó por la suerte de aquellos infelices sin mañana. Una excepción a esa regla de ignominia fue Carlos Alberto, Carlos de nombre, Alberto de apellido. Era un joven acomodado y ajeno por completo a las vicisitudes de los pobres a quien la ocurrencia de una tragedia de espeluzno al extremo opuesto de donde vivía lo sacaría en forma abrupta del marasmo. Una mañana cualquiera, en efecto, lo despertó la noticia de radio según la cual acababa de suceder —al oeste de la ciudad, sobraba decirlo—, uno de tales deslizamientos y, movido por la curiosidad, decidió ir hasta el sitio de la tragedia, donde conoció de cerca cómo era de inmenso el vacío sin mañana de los humildes. El mismo novel e ignoto relator de los otros episodios también describió las vivencias de Carlos Alberto en aquel humildísimo lugar afectado por la tragedia. Lo hizo en otro de sus cuentos, al que tituló “Suelo blando”.

Aun así, las arcas públicas eran barridas a diario por burócratas ladrones, que jamás iban a la cárcel porque nunca se les juzgaba, o si se les juzgaba eran condenados a penas benignas y, en todo caso, purgaban sus fechorías con sólo abstenerse de abandonar sus lujosas mansiones.

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Sin embargo, el argumento principal —si no el único— contra la credibilidad del último dinosaurio como un acontecimiento real era su minúsculo tamaño; un tamaño que, en verdad, contrastaba de bulto con el que la gente suponía que debía tener la bestia prehistórica.

Todos, en efecto, afirmaban en tono categórico que el animalejo del enorme carro de bomberos no era dinosaurio alguno, porque bien lo sabía el mundo, o creía saberlo, que los reptiles del jurásico poseían unas dimensiones gigantescas y lo visto en el multitudinario desfile no había sido sino un infeliz mamarracho de escasos centímetros de longitud que nunca podría aspirar siquiera a parecerse a un dinosaurio.

Los pasquines no tardaron en circular. Sus textos, cargados de inquina contra la ciudad y su gente, pusieron en evidencia desde el principio el torvo propósito que tenían sus autores clandestinos de desacreditar la versión según la cual el último dinosaurio sí había aparecido realmente en la ciudad y copado, con toda razón, la atención de la humanidad entera. Aunque eran libelos falaces, porque el dinosaurio sí apareció y la multitud lo vio pasar frente a sus narices, tuvieron la virtualidad de asestar un duro golpe contra el turismo floreciente que ya empezaba a vislumbrarse y estaba generando los primeros visos de una bonanza económica para aquella tierra que nunca tuvo su fortaleza en esa actividad, lejos como estaba del mar y en imposibilidad de atraer el interés de los turistas, quienes de manera consuetudinaria soñaban con disfrutar sus vacaciones acostados en las arenas de una playa, bronceándose al sol, con una bebida tropical en la mano y un grupo de morenas provocativas danzando con cadencia a su lado. La propuesta de una banda de rock denominada Los Speakers, planteada en una canción cuyo título sugería un canal interoceánico hasta esa ciudad, no fue tomada en serio ni por ellos mismos y sólo sirvió como otro símbolo más de una época rebelde y soñadora.

En los volantes clandestinos se preguntaba, con una sorna disfrazada de postiza seriedad, si el personaje exhibido con tanta alharaca era, por ventura, “un tyrannosaurus rex, que medía catorce metros de longitud y cinco metros con sesenta centímetros de altura”, o si se trataba de un dicraeosaurus, “cuyas dimensiones eran de seis metros de altura y entre trece y veinte metros de longitud”, o, si más bien, el que pasó era un ceratosaurus, “seis metros de la cabeza a la cola”, o un stegosaurus, “con un cuerpo que medía siete metros y medio de la cabeza a la cola y cuatro metros de altura”, o un acanthopholis, de “cuatro metros de largo, el tamaño de un coche”, o un albertosaurus, “enorme dinosaurio de nueve metros de largo”, o un alioramus, “seis metros de largo”, o un altipinax, “ocho metros de largo”, o un triceratops, “nueve metros de longitud y tres metros de altura”, o un camptosaurus, “seis metros de altura y siete de longitud”, o un struthiomimus, “de tres a cuatro metros de longitud y dos metros de altura”, o un megalosaurus, “nueve metros de la cabeza a la cola”.

No faltaron las burlas sin eufemismos. En un pasquín infame se formulaba el interrogante de si “el ratón que treparon en la máquina de bomberos” era “quizás” un brachiosaurus, “que no medía sino veintitrés metros de longitud y doce metros de altura”. En otro preguntaban si “acaso no sería” un anatotitan, “de mil dientes y una longitud equivalente a tres coches en hilera”, o un anchiceratops, “que medía lo que un vagón de tren”, o si “al menos” era un anchisaurus, “tres metros de largo, como un coche pequeño”, o “tan siquiera” un ammosaurus, “de dos metros y medio de longitud”, y concluía, en el último renglón, con claras intenciones de ironía: “¡No, señores! ¡Era un antarctosaurus, un verdadero gigante en el mundo de los dinosaurios, con dieciocho metros de altura y el equivalente a un edificio de cuatro pisos!”. “No, ¡mentiras! —rectificaba al anterior otro comunicado anónimo con no menos muestras de querer convertir el histórico descubrimiento en rey de burlas—. ¡Era un apatosaurus, dinosaurio colosal, con una longitud igual a una cancha de tenis y pesado como siete elefantes africanos!”. Otro extenso pasquín mencionaba, con idéntica mentalidad, al stygimoloch, “de tres metros de largo”, al corythosaurus, “diez metros de la cabeza a la cola”, al archaeornithomimus, “tres metros y medio de longitud”, al aristosuchus, “de dos metros de largo” y al arrhinoceratops, “nueve metros de longitud”, para cerrar con una frase exclamativa cargada de sarcasmo y aspereza: “¡No, señores. Claro que no era ninguno de estos enanos. El mastodonte que vimos trepado como una reina de belleza en la máquina de bomberos fue, ni más ni menos, damas y caballeros, que un astrodon, que escasamente tenía infelices diez metros de estatura. Afortunadamente para quienes armaron esta patraña mundial sólo comía vegetales, pues, de lo contrario, se los hubiera engullido a ellos con todo y sus mentiras”.

Otro escrito subrepticio se mofaba del animal exhibido diciendo: “¡Huy, qué miedo! Menos mal, amigos, que el que vimos desfilando no era un coelophysis, un temible dinosaurio caníbal, que si, como se sabe, devoraba a sus propias crías, con menos recato se hubiese ingerido al menos a unos cuantos de esta caterva de farsantes”. Un volante aseguraba, en cambio, con no menos cinismo, que “el asombroso personaje visto hasta hoy en vivo por el género humano era un plateosaurus, pesado y corpulento dinosaurio de ocho metros de longitud, como un autobús de dos pisos. Lástima que en el carro de los bomberos se viera más pequeño que un gato”.

Nombraban también al vulcanodon, “de seis metros y medio de largo”, al elasmosaurus, “plesiosaurio de únicamente trece metros de longitud”, al “liliputiense iguanodon, cuya reducida estatura era de apenas cinco metros y su largo de precarios diez metros”, al centrosaurus, “gran dinosaurio con cuernos, que medía seis metros de la cabeza a la cola”, al ankylosaurus, “con forma de tanque y porra en la cola, y el cual no medía sino tan solo diecinueve metros de longitud” y al dacentrurus, “con espinas alineadas de dos en dos sobre el lomo y un cuerpo de siete metros de largo”.

Una mañana de lunes, los contradictores de la versión científica, convertidos de paso en enemigos de las posibilidades turísticas de la ciudad, contrataron los servicios aeronáuticos de un globo y desde allí dejaron caer sobre la zona urbana una lluvia de pasquines en los cuales se leía, a modo de noticia extraordinaria, la información, satírica por supuesto, de que “el gigantesco dinosaurio que todos, ustedes y nosotros, vimos, señoras y señores, a bordo de un carro de bomberos, fue un atlantosaurus, llamado así en honor del titán griego Atlas, y cuya longitud, como nos consta, era de escasos veintitrés metros”.

Dos semanas más tarde, un grupo de saboteadores se presentó en la Universidad Provincial y distribuyó entre los alumnos que ingresaban a clases unos panfletos con un fingido examen de conocimientos compuesto por una sola pregunta y la exhortación a escoger la alternativa acertada de entre una larga lista con nombres de dinosaurios. Allí se leía:

“¡USTED QUE LO VIÓ, DIGA LA VERDAD!
Marque con una equis (X) la respuesta correcta al siguiente interrogante:
El dinosaurio que apareció cerca de esta ciudad, que fue exhibido en una inmensa máquina de bomberos, y que mantiene revolucionado al mundo entero, es:
a.) Un andrewsarchus, grande como un coche y semejante a un oso.
b.) Un euskelosaurus, de ocho metros de longitud.
c.) Un corythosaurus, de diez metros de longitud y siete metros de altura.
d.) Un chungkingosaurus, de cuatro metros de largo.
e.) Un pinacosaurus, de cinco metros y medio de longitud.
f.) Un segnosaurus, de siete metros de largo.
g.) Un apatosaurus, de veintiún metros de largo y ocho metros y medio de alto.
h.) Un carcharodontosaurus, de ocho metros de longitud.
i.) Un ceratosaurus, de seis metros de largo.
j.) Un cetiosauriscus, de quince metros de longitud.
k.) Un euoplocephalus, acorazado de siete metros de la cabeza a la cola.
l.) Un tenontosaurus, de seis metros y medio de longitud y el tamaño de un autobús de dos pisos.
m.) Un hylaeosaurus, de cuatro metros de largo y un metro con ochenta centímetros de alto, que con un golpe de su cola provista de espinas era capaz de derribar a la mayoría de los dinosaurios.
n.) Un deinonychus, de tres metros de largo y tres metros de alto, llamado “garra terrible”.
o.) Un baryonyx, de nueve metros de longitud, denominado “pesada garra”, porque su afilada zarpa tenía treinta centímetros de larga.
p.) Un bothriospondylus, de veinte metros de longitud.
q.) Un barosaurus, de veintisiete metros de largo.
r.) Un gallimimus, de cuatro metros de largo y tres metros de alto.
s.) Un barapasaurus, de dieciocho metros de longitud.
t.) Un bahariasaurus, de ocho metros de largo.
u.) Un bactrosaurus, de seis metros de longitud.
v.) Ninguno de los anteriores.
w.) Todos los anteriores, entremezclados para producir la más grande farsa del jurásico”.

Era evidente que a más de su espíritu malsano, el supuesto test había sido preparado de manera apresurada o con una pizca de ignorancia, pues no obstante querer a toda costa ridiculizar el tamaño del animal aparecido, resaltando que los dinosaurios eran bestias enormes, dejaba fuera de mención a dinosaurios de superior corpulencia, como el Tyrannosaurus rex, ya citado en este relato, bestia cuyo largo equivalía a más de cuatro coches puestos en fila y era tan elevada su estatura, superior a una jirafa, que un hombre espigado apenas le llegaría a mitad de pantorrilla.

En todo caso, el impacto nocivo de la polémica no se hizo esperar. Varias delegaciones de peregrinos procedentes del orbe entero postergaron, en forma intempestiva, su periplo hacia estas tierras, donde aspiraban a tener un encuentro feliz con aquel sobreviviente inverosímil de la vida terráquea en los tiempos del triásico, el jurásico y el cretácico, y se hizo manifiesta la decadencia del interés inicial por conocer la que llegaron a llamar “Tierra de los Dinosaurios”, no obstante que jamás se dijo que hubiese aparecido más de uno.

El animalejo, por un acuerdo entre los gobiernos, todos ellos en inexplicable disputa de su primacía sobre aquel hallazgo, había sido deportado, casi inmediatamente después del desfile, con rumbo a la metrópoli sede de la Academia Mundial de Paleontología, donde, bajo estrictas medidas de seguridad, se dio comienzo a las investigaciones científicas, orientadas, según un lacónico comunicado de tres renglones, no a confirmar su carácter de dinosaurio auténtico, por cuanto el mismo ya estaba plenamente determinado, sino a precisar una serie de porqués que no aparecían claros ni por asomo para la intrigada comunidad científica, presa menos de su sed de conocimiento que del insomnio ante la perplejidad y la incertidumbre. El tratado internacional contemplaba que la fuerza militar encargada de la custodia y vigilancia de aquel ser extraordinario estaría integrada por oficiales, suboficiales y soldados de todas las naciones del mundo, poseedores de las más elevadas calidades castrenses, incorruptibles a cualquier intento de soborno y pagados con sumas astronómicas del erario colectivo, precisamente para evitar la más mínima propensión a la aceptación de dádivas venales orientadas a una desaparición fraudulenta del recién aparecido personaje.

La ciudad bendecida con el acontecimiento tenía derecho, según una cláusula del pacto, a enviar un pelotón representativo. Pero en la tierra de las cigarras estaban tan exhaustas las arcas públicas con el pago de la burocracia y los constantes saqueos al erario, que a duras penas, y como gesto simbólico, el cabildo aprobó la remisión de un policía, escogido a cara y sello, con la expresa salvedad de que el seleccionado sería irremplazable, garrafal error que dejó a la ciudad sin representante en la fuerza multinacional pues quiso la mala suerte que el afortunado, próximo a su desplazamiento, resultara golpeado por el infortunio, enfermara primero de un mal que se diagnosticó de manera presuntiva como peste bubónica y casi convaleciente tuviera que ser sometido de urgencia a una colecistectomía por piocolecisto y coledocolitiasis, y que, para colmo de males, a su mujer le practicaran, también de emergencia, una compleja intervención médicoquirúrgicoanestesiológica de apendicectomía profiláctica, cirugía cistopexia suprapúbica e histerectomía transparietoabdominal, lo que, a la postre, le cercenó toda posibilidad de abandonar su territorio. En una quejumbrosa misiva de renuncia a su “honrosa designación”, el hombre afirmaba que “hubiera sido un honor prestarle este servicio especial a la patria”, pero que “donde manda enfermedad, no manda voluntad; así como donde manda capitán no manda marinero”. Entonces, un grupo de ciudadanos energúmenos organizó una protesta vociferante frente al ayuntamiento y exigió en ella el envío de alguien, aun contra el texto de la norma jurídica que lo imposibilitaba, porque no era posible que la ciudad, que mandaba candidatas al reinado de la chirimoya y se había gastado a raudales el precario dinero del erario en recibir y festejar a la virreina del aguacate y a la princesa del ajo, se quedara sin representación en algo tan importante, lo cual culminó con la aprobación del envío de un celador, que había sido galardonado en el último concurso interbarrios como “el mejor sereno del mundo”. El gobierno central se negó a patrocinar el viaje de alguien con mayor rango y jerarquía, a pesar de que se le argumentó, en todas las formas posibles, que estaba en juego nada más ni nada menos que la imagen internacional del Estado y la dignidad de la nación. El cada vez menos excelentísimo presidente de la república, ante la creciente inconformidad del país por semejante decisión, salió a decir públicamente que antes de pensar en enviar contingentes a cuidar dinosaurios los ciudadanos debían saber que el Estado no le pagaba su sueldo desde hacía más de ocho meses y que cada día sostener el gobierno resultaba más difícil por falta de dinero, y luego se refugió tras las columnas corroídas del avejentado palacio presidencial, protegido por su escolta, para no escuchar la ensordecedora rechifla y los gritos de “¡mentiroso!, ¡mentiroso!, ¡presidente mentiroso! ¡pagale a los maestros y no andés haciendo el oso!”.

Pese a que la institución científica no tenía vocación de pendencia, tampoco resultaba adecuada la actitud perenne del silencio y fue por ello que, finalmente, la Academia Mundial de Paleontología decidió expedir un duro comunicado en el que echó por tierra la maledicencia de las lenguas viperinas, al refutar los pasquines y enervar la afirmación generalizada de que el animal sobre el carro de bomberos, por diminuto, no podía ser un dinosaurio. El documento, de texto breve, pero contundente, traducido en todas las lenguas y dialectos del orbe, dejó lelos a tirios y troyanos cuando principió diciendo que “los dinosaurios no eran necesariamente animales gigantescos, como se viene propalando, por ignorancia o mala fe, pues hubo dinosaurios que cabrían perfectamente en una mano, o que no eran más grandes que el ancho de un álbum de fotografías”. Pero para que no quedaran dudas flotando en el ambiente, la nota científica citaba ejemplos concretos de dinosaurios diminutos, “para conocimiento de quienes han querido convertir un trascendental acontecimiento histórico en un sainete de burlas, descrédito y desinformación, y en aras de hacerle claridad a todos aquellos que, víctimas de tales infundios, han caído en la trampa de la incredulidad y el desencanto”. A renglón seguido se leía: “Es el caso del hylonomus, que medía veinte centímetros de longitud, equivalente al ancho de las páginas de muchos libros; o del lesothosaurus, de noventa centímetros de longitud y más o menos el tamaño de un gato.” “Lo que sucede – proseguía el aviso – es que un asunto que lleva millones de años en la incógnita no puede dilucidarse, como se pretende, en tan sólo unos cuantos meses”.

“La Academia Mundial de Paleontología — concluía el texto— seguirá adelante con sus tareas de investigación científica y sólo cuando ellas terminen dará a conocer en detalle todo lo concerniente a la aparición del último dinosaurio”.

Los detractores no tuvieron artillería dialéctica con qué responder y así tocó a su fin, sin pena ni gloria, la circulación clandestina de pasquines.

 

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* Derechos Reservados de Autor. 2000.

 

NOTAS: El libro “EL ÚLTIMO DINOSAURIO” cierra con el cuento del mismo nombre, en el que se relata el apoteósico desfile organizado para exhibir ante el público al dinosaurio que según la versión oficial ha aparecido entre los riscos del norte de la tierra de las cigarras.
El relato que ahora insertamos como segunda parte de “EL ÚLTIMO DINOSAURIO” aparece en la novela de su autor “TIERRA DE CIGARRAS” (1a. edición. Sic Editorial. Bucaramanga. 2000) y en él lo que se describe son los virulentos ataques que dentro de la opinión pública se desencadenan con posterioridad a aquel desfile, en razón al tamaño diminuto del animal que ha sido exhibido. Lo que se dice es que no fue exhibido dinosaurio alguno, pues aquellos reptiles del jurásico eran seres gigantescos, y que consiguientemente lo que hubo fue un engaño. La ciencia echará por tierra la crítica popular con un argumento demoledor.
En ninguno de los dos capítulos de la novela en los que entra en escena el último dinosaurio aparece la protagonista central, Julieta Álvarez, pues para entonces ya ha muerto.
Mientras la primera parte de “EL ÚLTIMO DINOSAURIO” muestra que el ser humano oscila entre la expectativa y el desencanto, su segunda parte pone de presente que la sociedad lo hace entre el escándalo y el olvido.

 

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