
Desde un principio, desde aquella misma ya lejana noche en la que, sentado a la mesa en el restaurante La Carreta, de su compatriota Roberto Pablo Janiot, seguía a través de la pantalla del pequeño televisor que había sido instalado en el lugar para tal efecto los pormenores de su elección, era para mí previsible que sus orientaciones espirituales como nuevo conductor de la Iglesia Católica serían recibidas con agrado por unos y rechazadas con acritud por otros, pues era consciente de que ya había hecho carrera el mal moderno de que todo el mundo se sentía con derecho a opinar como quería, incluso en materias que se ignoraban, y, más grave aún, a desacatar, hasta con desprecio y en ocasiones con abierta falta de consideración y respeto, a aquellos que, por razón de su investidura, y de antiquísimas reglas vigentes en el seno de las instituciones al frente de las cuales habían sido puestos, eran quienes debían señalar las directrices que habían de ser acatadas y seguidas frente a los diversos y complejos problemas que fuesen surgiendo en la dinámica del cada vez más difícil devenir social.

Por eso, porque tengo la impresión personal de que todo el mundo quiere tener un papa a su medida, percibo que el sumo pontífice que acaba de morir, hoy lunes de Pascua, a las 7:35 de la mañana, hora de El Vaticano, 0:35 de la madrugada hora de Colombia, tuvo que enfrentar la incomprensión, la oposición y hasta el conflicto suscitados desde diversos sectores, incluidos paradójicamente algunos que por pertenecer a la Iglesia Católica, que él comandaba, le debían profesar respeto y acatamiento.

En lo que a mí respecta, hoy, tantos años después de aquella noche de su elección como el primer papa latinoamericano, y más allá de que haya compartido o no algunas de sus enseñanzas (lo cual, de cara a su autoridad como máximo guía espiritual del catolicismo y a mi humildad como simple feligrés, resulta irrelevante de toda irrelevancia), frente al deceso del Papa Francisco me uno a ese sentimiento, un tanto contradictorio, que experimentamos los cristianos ante la muerte de las personas que hemos amado, o que hemos admirado, o que simplemente hemos respetado por una razón u otra: aquel confuso sentimiento de tristeza, que, sin embargo, si se miran bien las cosas, a la luz de nuestras convicciones, debería ser más bien de alegría, pues finalmente la muerte no es sino una etapa más de la vida, y no cualquier etapa, sino aquella en la cual, en efecto, y tal y como se escribió en el comunicado oficial de El Vaticano, partimos hacia la casa del Padre.
Que obviamente es nuestra casa.
Área metropolitana de Bucaramanga, Colombia, lunes 21 de abril de 2025
