EL ATENTADO CONTRA JORGE ELIÉCER GAITÁN Y EL BOGOTAZO. Crónica de Óscar Humberto Gómez Gómez

Edificio Agustin Nieto, en el centro de Bogota, donde tenía su oficina el abogado penalista Jorge Eliécer Gaitán. El viernes 9 de abril de 1948, cuando lo abandonaba para dirigirse a almorzar, fue asesinado. (Fotografía de Daniel Rodríguez. Revista Diners. No. 336. Febrero de 1998)

 

Gaitán en su oficina. (Fotografía: El Tiempo)

 

Gaitán en su oficina. 8 de abril de 1948. Fotografía: Sady González. Fototeca del Archivo de Bogotá. Biblioteca Luis Ángel Arango. Banco de la República

 

Gaitán y el maestro Enrico Ferri, padre de la Escuela Positiva del Derecho Penal, de quien fue alumno en Italia

 

La situación política en Colombia es cada vez más turbulenta. Ahora es el Partido Conservador el que está en el poder. El Partido Liberal denuncia, de manera sistemática, que ya es insoportable la violencia en su contra y, dentro de ese contexto de reclamo, el 7 de febrero de 1948, luego de una impresionante Marcha del Silencio, el doctor Jorge Eliécer Gaitán, director de esa colectividad, pronuncia, ante una multitud sin precedentes en la historia colombiana, un discurso propio de su elocuencia que es denominado Oración por la paz.

 

 

“Señor Presidente Mariano Ospina Pérez:

Bajo el peso de una honda emoción me dirijo a vuestra Excelencia, interpretando el querer y la voluntad de esta inmensa multitud que esconde su ardiente corazón, lacerado por tanta injusticia, bajo un silencio clamoroso, para pedir que haya paz y piedad para la patria.

En todo el día de hoy, Excelentísimo señor, la capital de Colombia ha presenciado un espectáculo que no tiene precedentes en su historia. Gentes que vinieron de todo el país, de todas las latitudes —de los llanos ardientes y de las frías altiplanicies— han llegado a congregarse en esta plaza, cuna de nuestras libertades, para expresar la irrevocable decisión de defender sus derechos. Dos horas hace que la inmensa multitud desemboca en esta plaza y no se ha escuchado sin embargo un solo grito, porque en el fondo de los corazones sólo se escucha el golpe de la emoción. Durante las grandes tempestades la fuerza subterránea es mucho más poderosa, y esta tiene el poder de imponer la paz cuando quienes están obligados a imponerla no la imponen.

Señor Presidente: Aquí no se oyen aplausos: ¡Solo se ven banderas negras que se agitan!

Señor Presidente: Vos que sois un hombre de universidad debéis comprender de lo que es capaz la disciplina de un partido, que logra contrariar las leyes de la psicología colectiva para recatar la emoción en su silencio, como el de esta inmensa muchedumbre. Bien comprendéis que un partido que logra esto, muy fácilmente podría reaccionar bajo el estímulo de la legítima defensa.

Ninguna colectividad en el mundo ha dado una demostración superior a la presente. Pero si esta manifestación sucede, es porque hay algo grave, y no por triviales razones. Hay un partido de orden capaz de realizar este acto para evitar que la sangre siga derramándose y para que las leyes se cumplan, porque ellas son la expresión de la conciencia general. No me he engañado cuando he dicho que creo en la conciencia del pueblo, porque ese concepto ha sido ratificado ampliamente en esta demostración, donde los vítores y los aplausos desaparecen para que solo se escuche el rumor emocionado de los millares de banderas negras, que aquí se han traído para recordar a nuestros hombres villanamente asesinados.

Señor Presidente: Serenamente, tranquilamente, con la emoción que atraviesa el espíritu de los ciudadanos que llenan esta plaza, os pedimos que ejerzáis vuestro mandato, el mismo que os ha dado el pueblo, para devolver al país la tranquilidad pública. ¡Todo depende ahora de vos! Quienes anegan en sangre el territorio de la patria, cesarían en su ciega perfidia. Esos espíritus de mala intención callarían al simple imperio de vuestra voluntad.

Amamos hondamente a esta nación y no queremos que nuestra barca victoriosa tenga que navegar sobre ríos de sangre hacia el puerto de su destino inexorable.

Señor Presidente: En esta ocasión no os reclamamos tesis económicas o políticas. Apenas os pedimos que nuestra patria no transite por caminos que nos avergüencen ante propios y extraños. ¡Os pedimos hechos de paz y de civilización!

Nosotros, señor Presidente, no somos cobardes. Somos descendientes de los bravos que aniquilaron las tiranías en este suelo sagrado. ¡Somos capaces de sacrificar nuestras vidas para salvar la paz y la libertad de Colombia!

Impedid, Señor, la violencia. Queremos la defensa de la vida humana, que es lo que puede pedir un pueblo. En vez de esta fuerza ciega desatada, debemos aprovechar la capacidad de trabajo del pueblo para beneficio del progreso de Colombia.

Señor Presidente: Nuestra bandera está enlutada y esta silenciosa muchedumbre y este grito mudo de nuestros corazones solo os reclama: ¡que nos tratéis a nosotros, a nuestras madres, a nuestras esposas, a nuestros hijos y a nuestros bienes, como queráis que os traten a vos, a vuestra madre, a vuestra esposa, a vuestros hijos y a vuestros bienes!

Os decimos finalmente, Excelentísimo señor: bienaventurados los que entienden que las palabras de concordia y de paz no deben servir para ocultar sentimientos de rencor y exterminio.

¡Malaventurados los que en el gobierno ocultan tras la bondad de las palabras la impiedad para los hombres de su pueblo, porque ellos serán señalados con el dedo de la ignominia en las páginas de la historia!”.

 

 

En la madrugada del 9 de abril de ese mismo año -1948- Gaitán, que es un prestigioso penalista formado en Italia bajo el alero del padre de la Escuela Positiva Enrico Ferri, culmina su famosa y brillante, aunque controversial defensa del teniente Cortés (Jesús María Cortés Poveda, era su nombre completo), un joven militar que, diez años atrás, había dado muerte al director de un periódico de Caldas, el reputado periodista conservador Eudoro Galarza Ossa, discurso forense en el que replantea la noción vigente hasta entonces en la Sala de Casación Penal de la Corte Suprema de Justicia acerca de la legítima defensa del honor.

El periódico conservador ‘La Voz de Caldas’, del cual el periodista Galarza Ossa —de 33 años de edad— era director, había publicado una dura crítica en contra del joven oficial y, en general, en contra de la institución castrense por el trato que se les daba a los subalternos. (Lamentablemente, no pudimos obtener para esta crónica el texto de aquel informe periodístico; como el diario desapareció, ignoramos si aquel documento sobreviva). Lo cierto es que, según se ventiló dentro de la audiencia, existía en la segunda mitad de los años 30 una atmósfera de hostilidad contra el ejército y, según trascendió también, al joven militar se le había dado el despectivo tratamiento de “el tenientico”. En la audiencia salió a relucir que aquel nefasto día el teniente Cortés salió del cuartel, uniformado y armado, y se dirigió a las instalaciones del diario con el fin de hablar personalmente con el director y exigir una rectificación. Lo que sucedió dentro de la oficina del director solo pudo reconstruirse a partir de la versión del propio sindicado, quien aseguró que su reclamo fue rechazado de manera tajante por el periodista bajo el argumento de que cuanto se decía de él en el informe estaba respaldado por testimonios y que no había nada que rectificar; que se suscitó una fuerte discusión y que en el contexto de ella el periodista abofeteó al teniente y este desenfundó su arma de dotación y disparó contra la humanidad del comunicador causándole la muerte; que el teniente, completamente transfigurado, salió de la oficina del director y abandonó las instalaciones del diario en medio de la consternación de los subalternos de la víctima, quienes nada pudieron hacer para salvarle la vida a su jefe. El cuerpo ensangrentado del periodista Galarza Ossa quedó sentado en su silla de director y recostado encima de su máquina de escribir. Apresado y sometido a juicio, el teniente Cortés había sido absuelto en una primera audiencia pública por el jurado de conciencia, pero debido a una falla procesal en que se había incurrido, se determinó anular la audiencia y volver a convocar a una nueva, para cuya celebración la justicia se tardó largos años. En abril de 1948, pues, se estaba llevando a cabo por segunda ocasión el juzgamiento del teniente Cortés, en esta oportunidad ante un nuevo jurado.

Esta será la última defensa que como abogado penalista haga en su vida Jorge Eliécer Gaitán y también su último discurso. Hoy, aquel discurso forense cobra una especial importancia histórica, no solo por su indiscutible valor jurídico, sino porque apenas horas después, el orador estará muerto y se desatará en Bogotá y en Colombia uno de los momentos más aciagos de su convulsa historia. Las siguientes son las palabras del ilustre orador respecto al álgido tema jurídico alrededor del cual giró su fogosa intervención en la abarrotada sala de audiencias del Juzgado Primero Superior de Bogotá:

 

 

“Francamente no he visto (aunque pueda existir), ningún tratado, en lo poco que yo conozco, que haga la distinción en los elementos componentes y actuantes de la legítima defensa personal y la legítima defensa del honor. Me parece que en ello hay un hondo vacío, porque son dos fenómenos absolutamente distintos, como vamos a verlo. Entro placentero y tranquilo a hacer estas anotaciones ante los señores jueces, pero advirtiendo mi deseo de escribirlas y ampliarlas después, para acabar con el absurdo de que la ley no dice nada, desconociendo la más elemental hermenéutica jurídica que aconseja entender la norma en el sentido de que diga algo, y no en el sentido de que no diga nada.

Si se habla de legítima defensa del honor, no podemos llegar a esta conclusión: es imposible la legítima defensa del honor, pues ella conduciría a esperar que se produzca en los mismos caracteres de la legítima defensa personal. Tenemos un binomio: individuo agresor, individuo que reacciona para defenderse de la agresión; no hay ningún otro factor, con las condiciones que todos los tratadistas y la ley nuestra, positiva, tratan.

Pero el honor no es un bien como la vida; tiene una naturaleza absolutamente distinta. Hay que examinar objetivamente cuál es el bien que vamos a proteger jurídicamente, y distinguirlo para saber en qué condiciones peculiares opera esa defensa. ¿Es el honor una realidad física como la vida? ¿Es una realidad individual como mi propia vida? No. El honor es un hecho moral; pero un hecho moral que radica, no tanto en el individuo, no tanto en la conciencia esencial dentro de la cual nosotros vivimos. El objetivo central, la base fundamental, el bien jurídicamente defendido, no radica exclusivamente en la persona agredida; radica en la conciencia ética colectiva.

El honor es un valor moral de las sociedades, una conciencia del nivel evolutivo de la especie, un estado social. Encontramos ahí un factor nuevo; tanto es así que un hombre puede ser absolutamente honorable y, sin embargo, estar deshonrado y carecer de honor; una calumnia, bien llevada a cabo, contra un hombre inocente, le puede quitar el honor, que es el aprecio, la conciencia de aprecio que los ciudadanos tienen sobre determinado ciudadano. Doy un ejemplo de la historia colombiana, por ser la primera vez en que yo escribí un artículo en un periódico. Por razones de pasión política, una de las más altas glorias de este país, el señor Marco Fidel Suárez, había sido deshonrado hasta el extremo; el señor Suárez había vendido unos sueldos, y la pasión política, que enturbia siempre el juicio sereno sobre los hechos humanos, llevó a los voceros de todos los partidos a elevar un proceso que, inclusive, dio en tierra con él, amargando esa vida con amargura que todos conocen a través de páginas maestras. Yo recuerdo: éramos compañeros de estudio con alguien, muy conservador e inteligente y muy querido condiscípulo mío, que aquí me está oyendo, y mi conciencia era otra y mi criterio era otro. Entendía que un presidente, que tiene en sus manos la posibilidad de hacer riquezas, con una firma y con un simple callar y que, sin embargo, no optaba por tal camino, sino que prefería vender sus sueldos, no sólo no había deshonrado al país, sino que, al contrario, le daba honra a una democracia como la nuestra, para enseñar, en los hechos, cómo, quienes tienen el poder de hacer riquezas, preferían no hacerla y más bien someterse por sus necesidades económicas al sinsabor y desdoro personal de vender sus sueldos. Así veía yo el problema y recuerdo haber escrito sobre eso.

La publicación me fue negada en algunos periódicos. Vivía entonces Ismael Enrique Arciniegas, quien dirigía “El Nuevo Tiempo” y yo, estudiante de Universidad, le llevé aquel artículo en el que expresaba la amargura que me producía una injusticia colectiva. Muchos días de alegría me dio Arciniegas cuando, unas horas más tarde, leí mi pobre escrito en páginas editoriales.

Ahí tenéis un caso concreto: ¿era honrado el señor Suárez? ¿Era limpio y puro? Hoy nos lo afirma la conciencia colectiva. ¿ Quién elevaría hoy, quién se atrevería hoy a elevar un reparo contra el honor de Suárez? Nadie. Eso prueba que había un hombre de honor y que la historia, gran vindicadora, supo vindicar; pero eso no prueba que ser honrado es lo mismo que tener honor, porque entonces, fue deshonrado y no le había bastado ser limpio y puro, ya que la confusión política le había quitado la honra, a pesar de haber sido justo. Así podría yo traer los muchos casos de la historia de gente vilipendiada. ¿Pero, por qué no hablar del Cristo que nos preside? ¿ Me diría alguien que Cristo faltó al honor como hecho de conciencia? Y sin embargo, murió deshonrado, con un ambiente colectivo de vileza, y fue llevado precisamente para su muerte al sitio de la deshonra.

Entonces, no es lo mismo ser honrado que tener honor. El honor es un valor social, es el juicio que nos hacemos sobre la actuación de los demás hombres. Y como juicio común que es, vosotros encontráis cuán distintamente se produce en los pueblos latinos o en los pueblos españoles, y cómo varía la conciencia del honor en ciertas razas nórdicas, en relación, por ejemplo, con los problemas del amor. Nadie me diga que el honor de un marido, por ejemplo, tiene el mismo significado en los pueblos nórdicos que entre los latinos. La conciencia social hace que al individuo honrado, en un lugar, se le tenga bajo deshonra en otro meridiano, según lo podéis comprobar con extranjeros que llegan hasta nosotros.

El honor es uno de los valores morales de la especie, trascendental y más importante que el valor de la vida, porque representa una conciencia colectiva; es el respeto que por nuestra vida hemos logrado conquistar frente de la sociedad que nos rodea. Tan cierto es esto, que los deberes del honor son distintos dentro de la misma sociedad. Tan cierto es esto, que la conciencia del honor, los valores del honor, han cambiado a través de toda la historia, y que nosotros hoy no tenemos una conciencia del honor; como la tuvieron en otras épocas históricas, y que hay exigencias de honor, que son atañaderas no ya a la sociedad toda, sino a la especial situación que se ocupa dentro de ella. Deshonrado quedaría, dentro de nuestro ambiente social, un sacerdote que violara las leyes de la austeridad sexual; pero el individuo particular no se deshonra por ese mismo hecho. ¿Qué quiere decir eso? Que el honor no es un hecho físico, material, que le pertenezca al sujeto materialmente hablando. Digo más: es un concepto cambiante, según las sectas, las religiones o las corporaciones. Un pastor protestante es respetado por todos cuando contrae matrimonio y sigue ejerciendo su ministerio; el día que tal conducta siguiera un sacerdote católico, perdería el honor; se deshonraría ante la conciencia social dentro de la cual vive.
Digo más: no es lo mismo la exigencia que la sociedad le hace a un civil que la exigencia que sobre la dignidad personal se le hace a un militar, si es el mismo caso. Le basta al hombre civil ser un ciudadano normal, común, corriente, sin que nadie lo pueda a él gritar o hacerle desmerecer en nivel del alto concepto social, si no resulta valiente. Pero eso no le está permitido al militar. El militar queda deshonrado donde no queda deshonrado el civil. ¿Por qué? Por la índole de su carrera. Lo vamos a ver. Un militar, cuando entra a la escuela a seguir su carrera, recibe enseñanza para que adquiera una noción positiva de la dignidad y el honor, si es que su anterior educación no le había permitido elevar esos conceptos. Y así sentimos desprecio de un militar de quien nos digan que es cobarde; sentimos desprecio por un militar de quien nos digan o nos demuestren, que no es valiente; inmediatamente queda deshonrado. ¿Por qué? Por la índole de su institución. Sin embargo, ninguno de nosotros queda deshonrado porque nos digan que en este u otro episodio dejamos de ser valientes. Habrá gentes más valientes, menos valientes. Otros que no son valientes. Habrá, inclusive, lo sabemos a través de la historia, personas admiradas por su pasividad. A un filósofo puede presentársele un turbión de agravios, sin que se logre sacarlo de su indiferencia glacial. Conocemos el caso. No lo deshonramos en la conciencia pública, sino que lo admiramos porque fue el que impuso la filosofía sobre el impulso normal y común. Los cambios se suceden según las zonas, y el concepto va variando hasta el punto de que en la legítima defensa hay que tener en cuenta al sujeto que tiene necesidad de ejercerla para ver la resonancia con los estímulos que han podido manifestarse. Si en la legítima defensa de la vida tomamos a la persona, para que esa persona no perezca y por eso la justificamos, no podemos hacer ese trasplante mecánico cuando se trata de los valores morales, porque es absurdo, porque la naturaleza y el contenido, entonces, no es personal, porque no basta ser honrado in pectore, porque es necesario el honor. Se presenta, pues, un tercer elemento. Los elementos básicos en la legítima defensa personal son solamente dos: agresor y agredido. En la legítima defensa del honor los elementos son tres: agente que agrede, el agredido, que es el poseedor de la honra, y la sociedad, que es la que aprecia si hubo o no deshonra, según la actuación concreta.

No estamos defendiendo el concepto que nosotros tengamos del honor, arbitraria, absurdamente. Estamos defendiendo la posición y aprecio que logramos ante la sociedad. Eso es lo que defendemos en la legítima defensa del honor, porque es el objetivo sustancial. De donde se infiere que hay que mirar, de acuerdo con la realidad, si en las circunstancias en que se realizó el acto, tenía o no tenía esa finalidad, producía o no producía esos resultados, defender el honor, es decir, el concepto de dignidad que la sociedad tiene sobre un individuo. No se trata, entonces, de venganza ni de que el hecho se haya sucedido o no se haya sucedido. Al escupir una persona a otra en la cara, se produce la ofensa a la dignidad de ésta. Al decir que este sujeto es un mal nacido, se ofende la dignidad materna. Cuando se produce el bofetón a un militar, en circunstancias excepcionales en que todo el gremio era agredido, sin que el abofeteado reaccione adecuadamente, el concepto social no puede ser sino adverso contra el sector a que pertenece una persona que tan cobardemente soporta los ultrajes a la institución y a sí mismo.

No se le puede exigir al soldado vilipendiado y ofendido que vuelva al cuartel a justificar su cobardía con razones como ésta: soy un cobarde, la sociedad nos tiene en menos por eso, porque dice que quienes pertenecemos a las instituciones armadas somos unos feminoides, sin patrimonio viril que defender. No; el verdadero comportamiento es el del Teniente Cortés, que reclama contra los ataques injustos a los militares y luego rechaza la personal agresión de que se le hace objeto.

Eso es lo que hay que ver en el honor. No es si pronunció la palabra, o si dio el golpe, sino el criterio de su legítima defensa. No es la inacción del hecho que va a producirse, sino la defensa del concepto social, del concepto honorífico, elevado, alto, en que la sociedad tenga al sujeto según se actúe o no se actúe en momentos de esa delicadeza.

Señores jueces:
¿Tiene alguna aplicación la defensa del honor? Bastaría recordar el ejemplo que hace un momento traía el doctor Laverde Aponte. ¿Habría lugar a equiparar un hecho material, como es la vida, con un hecho moral, como es el honor? No, porque entonces no existiría la legítima defensa. Si se le aplican las normas comunes, el padre, que entra cuando acaban de violar a su hija, y mata, no cae dentro de las normas de la legítima defensa personal, pero sí de las que se aplican al honor, porque el hecho ya está sucedido, porque no se puede evitar como en el caso de la legítima defensa personal que precisamente obra para impedir la agresión. Pero enfocando el problema desde el punto de vista de que es un bien moral y no un bien material, y que los bienes morales tienen una supervivencia, por ser morales, que no están sometidos a la contingencia de ser o no ser de la vida, resulta claro que el hombre, que en esas circunstancias no actuara, sería un hombre indigno para la sociedad, monstruosamente indigno. ¿Pero indigno por qué? Porque no actuar revelaría que él no tiene la conciencia moral de la sociedad donde vive, cambiante pero no por eso menos seria y respetable. Eso significaría el que no actuara en tal momento. Si el padre entrara y presenciara o se diera cuenta de un acontecimiento tan grave como la violación de su hija y dijera: “bueno, ya con mi acción no se puede evitar el hecho; aquí no hay honor que defender, porque la ofensa se consumó”, sería un descastado y llevaría el vilipendio social engendrado por su inactividad infamante. En cambio, si actúa bajo el estímulo de la dignidad herida, está defendiendo el honor y no satisfaciendo una venganza.
La acción en la legítima defensa del honor, no trata de evitar un mal producido. Trata de defender el patrimonio moral, que es el concepto social, y la conciencia interna.
(…)
Dice Ihering:
“Un oficial que ha soportado tranquilamente una ofensa al honor, se convierte, como oficial, en un hombre imposible. ¿Por qué? Custodiar su propio honor es deber de todos. ¿Por qué, pues, la clase de los oficiales ha acentuado tan fuertemente esta obligación de custodiar el propio honor? Porque tiene un adecuado sentimiento de que la afirmación de la personalidad es para ellos una imprescindible condición de existencia; de que una clase social, que por su naturaleza debe representar la personificación del valor individual, no puede soportar la vileza de los miembros que la componen sin comprometer la propia existencia”.

Esto se afirma, específicamente, de la clase militar. Lo mismo podría decirse de las otras clases. Lo mismo dicen, en efecto, Ihering y Fioretti. Recuérdense estos ejemplos para confirmar lo anterior. Estos ejemplos que siguen, ilustran la cuestión con mejor claridad, si se quiere, porque a través de ellos puede notarse cómo cada clase social tiene su manera especial de entender el ejercicio de sus derechos:

“Al oficial compárese el ciudadano. El mismo hombre que defiende con la más rabiosa obstinación su propiedad, muestra con relación a su honor, la más singular indiferencia. ¿Por qué? Precisamente porque también él tiene una justa intuición de sus especiales condiciones de existencia. Su profesión no le inculca el valor, sino el trabajo, y su propiedad no es para él otra cosa que la materialización del trabajo realizado; un aldeano que no mantiene en buen estado su tierra y que disipa fácilmente su haber, es despreciado por sus paisanos, no menos que lo es por sus compañeros el oficial que no sabe custodiar su propio honor; lo mismo que a ningún campesino se le ocurre reprochar a otro no haberse batido o no haberse querellado por una ofensa padecida, ningún oficial reprochará a otro el que sea un mal administrador. Para el campesino, la tierra que cultiva y el ganado que cría, son la base de la existencia propia, y contra el vecino que le invade un terrón de su tierra o contra el comerciante que no le paga el ganado vendido, inicia, del modo que le es propio, esto es, en la forma de un proceso llevado delante con tenacísima obstinación, una lucha por el derecho, no de otro modo que el oficial que reacciona con la espada en la mano. Ambos, en esta lucha, se sacrifican con la misma abnegación: las consecuencias no las calculan totalmente. Y deben obrar así, porque con ello no hacen otra cosa que obedecer a la ley particular de su existencia moral y jurídica”.
También el comerciante tiene el sentimiento básico en el cual se cifra su modo de entender la existencia. Lo que para el oficial es el honor, es para el comerciante el crédito. Mantenerlo perfectamente intacto es para él cuestión vital.

El sentimiento jurídico, pues, lo pregonan los maestros, varía según la diversidad de condiciones sociales, y de las profesiones. Ese sentimiento ofrece un grado distinto de irritabilidad, “proporcionando la sensibilidad de una violación del derecho al interés general de la clase”.

Os he fatigado con estas largas transcripciones, para que se vea cómo no estoy tratando de explicar una doctrina acomodaticia para un caso particular. Os quiero indicar con ello que la tesis ha sido expuesta con carácter universal para todos los casos, y no sólo por aquellos cuyos nombres acabo de mencionar, sino por muchos otros a quienes sería redundante leer ahora, estando, como estáis, saturados de cuanto significa la ofensa a ciertos sentimientos característicos de una clase o profesión”.

Ahora se me dirá: es que la ofensa pudo no ser proporcionada a la reacción; es que había otros medios defensivos, aplicando las normas generales; es que podía huir; es que podía, como hace un momento lo oí, salir a buscar un juez para decirle: señor Juez, le vengo a contar aquí que me pegaron; me ultrajaron. No olvidéis, señores, que existía un ambiente popular de animadversión contra el ejército, y que el Teniente Cortés, como miembro de la institución, no podía, no debía contribuir a su prosperidad.

¿Cómo, señores jueces, podríais vosotros apreciar el caso concreto, colocándoos ante términos absolutos, especialmente cuando se trata de la legítima defensa del honor? No. No podéis hacerlo.

Oigamos ahora hablar a Carrara sobre la razón de la fuerza empleada en el rechazo de la agresión:

“La fuerza excusante de la coacción se debe buscar en el agredido y no en el agresor, o en la víctima de los hechos”. Nos habla también Carrara para no tener que volverlo a citar, al tratar de la proporcionalidad entre la acción y la reacción, nos habla del moderamen, como ya os había dicho: “El moderamen debe siempre medirse según la razonable opinión de aquel que se ve amenazado”; y agrega más adelante: “Aquel que ilusamente o que con ilusión se formó idea sobre la gravedad y sobre la inevitabilidad del propio peligro y mata o hiere, no tiene la voluntad, no tiene la conciencia de delinquir, él no tiene, por consiguiente, imputabilidad, porque no conoce la contradicción de su acto con la ley.

¿Tuvo él en aquel momento la facultad de razonar, para proporcionar exactamente la ofensa a la defensa?¿Podemos exigirle, humanamente, que en el momento en que se ve agredido y se ve precipitado por una alteración grave y pasajera, pudiera entrar de pronto en un plano tranquilo de razonamiento para hacer la equiparación? No sería humano, pues la ley está hecha para humanos y no para casos excepcionales”. (AUDIENCIAS CELÉBRES DE TODOS LOS TIEMPOS. Selección, traducción y notas del doctor Carlos Alberto Olano Valderrama. Primera edición. Volumen 1. Imprenta y publicaciones de las Fuerzas Militares. Bogotá. 1977, p.p. 410 y s.s.).

 

 

La vibrante culminación del que sería el último discurso del prestigioso abogado defensor y político colombiano se inserta en seguida, no solo —reiteramos— por su significación histórica, apenas obvia, sino además como remembranza de aquellos tiempos en los que la oratoria enjundiosa, el estilo fogoso y la elocuencia cargada de fuerza que arrasaba y de matices que cautivaban siempre eran respetados en el foro, de modo que las audiencias públicas con jurado constituían un espectáculo soberbio de la inteligencia y una exhibición en público de la profunda preparación académica que se preocupaban por cultivar los juristas que ejercían con verdadero compromiso la hermosa rama del Derecho Penal.

Es fácil, por supuesto, al leer las líneas que se copian en seguida, imaginarnos al defensor Jorge Eliécer Gaitán cerrando su intervención en el estrado y finalizando para siempre el ejercicio profesional de la abogacía aquella madrugada del 9 de abril de 1948:

 

 

“El motivo determinante que se proponía Cortés era el del honor, (…). la finalidad propuesta no fue la de matar. La finalidad fue elemental y justiciera, aquella a que todo hombre tiene derecho: pedir una rectificación, porque él sentía que los ultrajes públicos vulneraban su honor personal, y sobre todo, porque aquello correspondía a una campaña infamante contra el ejército de Colombia.

Claro está que un hombre sin sensibilidad en su carrera; claro que uno de esos sujetos indiferentes ante las exigencias éticas que demanda la vida; claro está que esa displicencia que nosotros tenemos para acometer los problemas que nos recomiendan no podría forjar un criterio justo para juzgar al Teniente Cortés. Un hombre que, siendo un niño, ni siquiera gastaba su sueldo porque lo entregaba todo. La displicencia, la falta de amor, la falta de fe, de tenacidad y voluntad que caracteriza a la mayor parte de los colombianos en las tareas que se les confían; el sentido de la desorganización, el sentido andaluz de la vida, el creer que hay que vivir la existencia buena, porque mañana se termina, no son factores de altura sino de bajeza, perjudiciales para la vida colectiva. Aquí está sentado el Teniente Cortés, precisamente por ese pecado de sus virtudes. Para él no había elasticidad en su carrera; era enérgico, y como lo dice alguno bellamente, más enérgico consigo mismo que con los demás. Y fue en virtud de ese sentido del pundonor, en virtud de ese sentimiento que lo alejaba de los juegos para entregarse al estudio y compensar con la voluntad y la tenacidad lo que la inteligencia le robaba a la vida; por esa virtud precisamente salió del cuartel para reclamar una rectificación.

Los andaluces no entienden de estas cosas. Los hombres laxos, los que no tienen la vitalidad del deber, del coraje, de la seriedad ante el drama de la vida, no entienden lo que este muchacho pudiera sentir entre sus venas, cuando así se ultrajaba al ejército. Esas gentes no entienden la personalidad de Cortés. Ignoran también que si salió del cuartel no fue por motivo determinante bajo, sino porque era hombre que tenía un alto, agudo y severo criterio de lo que son la dignidad y el deber del militar colombiano.

Por eso está aquí. ¡Qué trágicos designios tiene la vida, señores jueces! ¡Qué trágicas paradojas! (…) ¡Qué trágica condición tiene la vida, señores jueces! Habéis leído, sabéis lo que es este hombre, este muchacho cuya juventud ha pasado nueve años en una cárcel, detenido, sin libertad! ¿Y sabéis por qué? ¿Acaso por robar? ¿Acaso por indisciplina? ¿Acaso por falta de carácter? ¿Acaso por incapacidad para el estudio? ¡No! ¿Por falsificar? ¡Tampoco! Por estricto deber militar, por rigurosa concepción de la vida, por su deber. Un hombre que, siendo un niño, ni siquiera gastaba su sueldo porque lo entregaba todo. Y esto es lo que algunas gentes superficiales llaman pueriles sentimentalismos, como si no fuera la raíz, el fondo moral de la vida. No tomaba siquiera parte de su sueldo porque conocía la pobreza, había vivido el dolor, sabía que eso no es literatura. Tenía sublimado el amor filial que es la única realidad de la potencia de un pueblo y de la vitalidad de una especie. Dejaba su sueldo; se privaba de todo, para que ese hogar y esa madre y esos hermanos pudieran comer con el fruto de su trabajo. ¡Eso es sentimentalismo, dicen los tontos y los bajos!

No tiene cualquier significado el que una vida colmada de antecedentes hermosos resulte de pronto trunca, porque una provocación destructora sobreviene. Y como si el proceso no fuera idóneo por sí mismo para aniquilar esperanzas y perturbar el ejercicio de una profesión brillante, se revoca la inicial decisión absolutoria tomada por los jueces en la primera audiencia y se convoca a un nuevo jurado. Varios años han transcurrido desde entonces. Pero ese transcurso no es para Cortés el goce del tranquilo existir sino el sacrificio de la prisión, que es como si dijéramos el derroche inútil del mejor tiempo que es el de la juventud. Todo por obra de la incomprensión judicial; por obra de una ciencia jurídica vuelta de espaldas a los sentimientos nobles y que, por lo mismo, es incapaz de valorarlos. Las formas externas continúan siendo la negación del derecho verdadero. Y cuando las formas consagran prejuicios legalistas, se llega con facilidad a la exageración, al criterio de una justicia absoluta que es, como lo proclamara un grave maestro, ¡la negación de toda justicia!

Si se tratara de impartir un castigo, ya Cortés está suficientemente sancionado con nueve años de detención preventiva. Ese es el tributo que la honradez de procederes tiene que pagar al mecanismo atrofiado que dizque tiene por misión el discernimiento del derecho. Si en realidad fuera así, este hombre no hubiera tenido que soportar un tan largo proceso, dos veces debatido ante el público y muchas otras veces recordado en los días de penoso cautiverio. De allí el que os pida a vosotros, señores jueces, que os coloquéis en un plano de mayor altura. Os ha correspondido la suerte de ser jueces y vais a ejercer vuestro ministerio como verdaderos hombres y no como oscuros intérpretes de textos legales. Es preciso que hable vuestra conciencia, no el lenguaje del tinterillo, ni el del magistrado que se anquilosó en la labor absurda de aplicar artículos del Código sin distinguir entre un infractor por móviles sociales y un criminal de repugnantes apetitos. ¡La Justicia no es, no puede ser ciega! ¡Tiene que hacer diferenciaciones para que imponga las reparaciones allí donde sea menester!

Yo he sido el primero en conmoverme ante ese ideal de justicia. Cortés sabe qué tareas he abandonado para venir a ocupar el puesto de defensor. Sabe también que yo no tengo más compensación en este juicio que la de pedir una indemnización moral en favor de quien asumió el papel de abanderado del ejército y de su propia dignidad personal.

Teniente Cortés: no sé cuál será la respuesta del jurado, pero la justicia la espera y la siente.

Teniente Cortés: usted no es mi defendido. Su noble vida, su doliente vida puede tenderme la mano, que yo estrecho con la mía por saber que le estrecho la mano a un hombre de honor, de honradez y de bondad”.

 

Así culminó, pues, el último discurso que Jorge Eliécer Gaitán habría de pronunciar en su existencia. Al final de la intervención del penalista, el Teniente Cortés, visiblemente conmovido, se levantó de su silla para darle la mano y abrazarlo. La siguiente fotografía corresponde a ese momento.

 

 

En aquel entonces los jurados de conciencia eran conformados en Colombia por cinco miembros. Los cinco jueces populares se retiran a deliberar y regresan a la atiborrada sala con su veredicto. El teniente Cortés es absuelto. El veredicto reconoce que, al dispararle al periodista Galarza Ossa, actuó, conforme lo había expuesto Gaitán, en legítima defensa del honor.

 

La absolución del oficial que había dado muerte al periodista iba a desatar la inmediata reacción de un amplio sector de la prensa colombiana para el cual el veredicto había estado motivado por razones políticas, no por motivaciones jurídicas. Sin embargo, los hechos que irían a desencadenarse apenas horas después silenciarían por completo el tema y todo giraría alrededor de la violencia generalizada sobrevenida aquel fatídico día.

El distinguido periodista conservador caldense Orlando Cadavid Correa escribe acerca de lo que sucedió lo siguiente:

“La gigantesca asonada gaitanista que transformó a la capital en un verdadero apocalipsis echó por la borda una ofensiva editorial que contra la decisión judicial preparaba el diarismo nacional. Las mejores plumas coincidieron en que el veredicto proferido como resultado de una defensa que tuvo más oratoria que argumentos, según el historiador Arturo Álape, era una afrenta a la memoria de don Eudoro. Curiosamente, la muerte de Gaitán opacó la noticia de la absolución del homicida.

Galarza Ossa nació en Caramanta, municipio del suroeste antioqueño, en 1895. Su familia se radicó en Manizales en 1911, cuando él contaba 16 años. Encontrado apto para la milicia, en un sorteo ordinario, se fue a pagar el servicio militar obligatorio. A su regreso se dedicó a hacer sus primeras armas en el periodismo caldense. Tenía una facilidad innata para la escritura. Actúo como redactor de los diarios El Eco y Renacimiento. Fue corresponsal en Caldas de El Espectador y El Tiempo. También le atraía la política. Llegó a ser concejal de la ciudad por el Conservatismo.

Se casó con Magdalena Jiménez, unión de la que hubo tres hijos: Nora, la mayor, que falleció en Bogotá; Lucía, radicada en la misma ciudad, y Helí, quien ejerció la abogacía en la urbe cafetera vecina del Volcán del Ruiz.

Don Eudoro murió violentamente, en Manizales, el 12 de octubre de 1938, a las tres de la tarde, en su despacho de director del diario La Voz de Caldas, que según su único hijo varón funcionaba en la planta inferior de una vieja casona situada donde hoy se erige el edificio del Banco Agrario, en la carrera 23 entre calles 20 y 21. Sin embargo, algunos historiadores ubican la sede del trágico episodio en un punto adyacente al Hotel Escorial, en la carrera 21 con la calle 21.

Galarza fundó el diario en 1925 en asocio con el famoso impresor Arturo Zapata, quien al poco tiempo desistió de la aventura editorial. Los mismos historiadores reseñan que el periódico circuló durante trece años, entre 1926 y 1939, y colapsó por falta de apoyo económico. La publicación empezó a morir tras el asesinato de su máximo orientador.

En la edición de esa trágica jornada el cotidiano con el nombre de emisora publicó una nota elaborada por su jefe de redacción, Gonzalo Jaramillo Jaramillo, (futuro director de La Patria y gobernador de Caldas), en la que se denunciaba el mal trato que daba a la tropa el teniente Cortés Poveda, quien había abofeteado en público al joven Roberto Restrepo, un soldado del Batallón Ayacucho.

El irascible militar acudió a la sede del diario, lleno de indignación, y exigió que se rectificara la versión, porque la hallaba injuriosa e infamante, pero el director, sin saber que tomaba una fatal determinación, apoyó al subalterno autor del escrito, basándose en la seriedad inobjetable de sus fuentes. El teniente Poveda desenfundó su revólver de dotación y le propinó dos disparos en el cuello. Galarza quedó bañado en sangre, con su rostro metido en el teclado de su máquina de escribir, y el agresor abandonó precipitadamente la sede del cotidiano conservador. Fue llevado de urgencia a la Clínica Restrepo, (aledaña al periódico), pero resultaron inútiles los esfuerzos de los médicos por salvarle la vida, debido al carácter mortal de los impactos. El episodio causó conmoción en Manizales y el país. Se trataba del primer asesinato de un periodista en Colombia. El baño de sangre no ha parado: en los últimos treinta años, han muerto violentamente en el país alrededor de 100 comunicadores”. (CADAVID CORREA, Orlando. ‘Eduardo Galarza Ossa, el primer mártir del periodismo colombiano’. Eje 21. 16 de octubre de 2015).

 

En todo caso, el mismo Jorge Eliécer Gaitán que había llevado a cabo un encendido debate parlamentario en contra de un grave y mortal atropello del ejército a la libertad de expresión popular en la llamada “masacre de las bananeras” en 1928 (Cámara de Representantes, 3 a 6 de septiembre de 1929), diecinueve años después estaba defendiendo lo que se considerará dentro de la prensa colombiana un grave y mortal atropello a la libertad de expresión de un diario que venía denunciando abusos y tropelías por parte del ejército.

 

 

Terminada la audiencia del teniente Cortés con el veredicto del jurado favorable al reo y agotados los consabidos y bulliciosos pormenores subsiguientes que caracterizaban la culminación de aquellas sonadas, concurridas y agitadas diligencias judiciales —hoy desaparecidas en Colombia—, Gaitán regresa a su casa, pero luego de dormir, reinicia sus actividades y al mediodía ya está en su oficina, donde sus amigos y copartidarios Pedro Eliseo Cruz, Alejandro Vallejo, Jorge Padilla y Plinio Mendoza Neira llegan a visitarlo, platican con él sobre su exitosa defensa del joven oficial y luego se retiran del bufete para irse a almorzar. En los momentos en que se disponen a abandonar el edificio Agustín Nieto, donde el penalista y político tiene su oficina profesional, y justo cuando Mendoza Neira acaba de tomar del brazo a este, un sujeto que espera en el andén sorprende al abogado apuntándole con un revólver; Gaitán trata de regresarse hacia el interior de la edificación, pero el individuo le dispara varias veces. El orador cae herido al piso, de donde es recogido en medio de la agitación y el desconcierto para ser conducido de urgencia a un centro asistencial. Entre tanto el criminal corre e instantes después se refugia en la droguería Granada donde los empleados bajan la reja, pero el gentío que ya se ha formado, en cuestión de segundos, presa de la ira, comienza a arrancarla, ante lo cual no les queda más opción a los dependientes de la farmacia que abrirla. A pesar de que el hombre es aprehendido por la policía, la multitud enardecida se lleva al sujeto, lo golpea, lo arrastra y lo lincha.

Gaitán muere en la clínica.

 

 

Tan pronto se comunica la noticia de su fallecimiento, Bogotá comenzará a ser escenario de una violencia generalizada que sacudirá sus cimientos como un terremoto social. Bogotá vivirá, ese 9 de abril de 1948, El Bogotazo. Las fotografías de Sady González, Manuel H., Luis Alberto Gaitán (Lunga), y Leo Matiz (quien resultó herido cuando tomaba imágenes del terrible levantamiento popular) hablan por sí solas (Fuentes: Biblioteca Luis Ángel Arango. Banco de la República.  El Tiempo. El Espectador). También son elocuentes por sí solas las primeras páginas de los diarios El Colombiano, de Medellín, y Vanguardia Liberal, de Bucaramanga, para poner en evidencia con qué “objetividad” se dio la terrible noticia:

 





 

EL 9 DE ABRIL EN BUCARAMANGA

 

El Café Centenario, ubicado al costado sur del parque del mismo nombre, es el lugar donde a diario se reúnen los hombres de Bucaramanga pertenecientes al Partido Liberal y a quienes los apasiona la tertulia política. Ese 9 de abril es viernes. Un hombre ingresa apresuradamente al atiborrado establecimiento y les grita a los contertulios la frase que, a partir de los minutos siguientes, ha de incendiar a la capital de Santander: “¡Los godos mataron a Jorge Eliécer Gaitán!”.

Vicente Giordanelli Carrasquilla dirige el combativo periódico liberal El Demócrata. Sus instalaciones están ubicadas enseguida del templo de San Laureano. En cuestión de minutos se atiborran de gente enardecida los alrededores del periódico y del templo. Muy pronto habrá en las calles turbas armadas con machetes y revólveres. Cuando la multitud intenta tomarse el edificio de la Gobernación, cae acribillada la primera víctima, el pesero Carlos Julio Sánchez. Instantes después, cae muerto sobre el atrio de la iglesia el manifestante Juan de Dios Granados. Hay heridos en ambos bandos, el que intenta tomarse la Gobernación y el que la defiende. La muchedumbre se toma el telégrafo y la radio. El Comando de la Quinta Brigada del Ejército queda ubicado en la esquina de la calle 37 con carrera 22. Un grupo de jefes liberales ingresan allí para pedirle al Comandante que asuma la Gobernación de Santander. Desde el barrio Modelo empieza a emitir una radiodifusora clandestina que insiste en la toma del poder. La violencia se generaliza en toda Bucaramanga. Las muertes y el desorden proseguirán en los días siguientes.

 

¿QUIÉN FUE EL ASESINO? ¿O QUIÉNES FUERON LOS ASESINOS?

 

 

Sobre la autoría del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán jamás ha habido acuerdo entre los analistas. En cuanto a la autoría material, las hipótesis van desde la que asevera que aquel hombre solitario que le disparó a Gaitán era Juan Roa Sierra, el sujeto linchado por la multitud enardecida, hasta la que sostiene que ese sujeto no fue el asesino y que el verdadero criminal escapó. La frase “¡La Virgen del Carmen me ha de salvar!”, que Roa Sierra habría dicho dentro de la Droguería Granada a sus empleados —también se dice que no fue esa, sino la de “¡Virgen Santísima, sálvame!”—, habría reemplazado a la que verdaderamente pronunció: “¡Virgen Santísima!”. Según esta hipótesis, Juan Roa Sierra se encontró casualmente en la trayectoria que llevaba la turba y alguien de esta gritó: “¡Ese es!”, ante lo cual, Roa Sierra, asustado, optó por correr hacia la droguería.

Hay una hipótesis que sostiene que un sujeto perteneciente a la policía secreta se encontraba a las afueras del edificio Agustín Nieto cuando fue visto por uno de los acompañantes de Gaitán, Plinio Mendoza Neira, quien además vio cuando fue recogido por un carro. Aquel individuo habría sido el verdadero asesino.

Pero otra hipótesis sostiene que Roa Sierra no actuó solo y que, incluso, al menos, dos asesinos dispararon contra Gaitán. El supuesto agente de la policía secreta que vio Plinio Mendoza Neira habría sido, entonces, el compinche —o uno de los compinches— de Roa Sierra.

La versión de Mendoza Neira sobre la presencia del detective en el andén ha sido expuesta por su hijo, el escritor Plinio Apuleyo Mendoza, quien identifica a aquel personaje como Pablo Emilio Potes (El detective detrás de la mano asesina de Roa Sierra. EL TIEMPO, 8 de abril de 2012).

 

Gaitán con Plinio Mendoza Neira y Roberto García-Peña. Este, ya como director emérito del diario El Tiempo, hubo de dejar de residir en Bogotá, por prescripción médica, y vino a pasar el resto de su vida en la Urbanización La Arboleda, de Girón (Santander). Escribía bajo el pseudónimo “Ayax”.

 

Empero, una hipótesis más osada señala que fue Mendoza Neira —que realmente no sería un verdadero amigo de Gaitán— el que le indicó al asesino, a través de una señal previamente convenida, a quién debía dispararle. Esta versión, sostenida por la hija de Gaitán, Gloria Gaitán —quien asegura que los gaitanistas desconfiaban de Mendoza Neira, al punto de que a los traidores no los llamaban “los judas”, sino “los plinios”— sostiene que la señal convenida consistió en tomar del brazo al caudillo. (GAITÁN, Gloria. De tal palo tal astilla. Miércoles 18 de junio de 2008).

 

Gaitán y su única hija, Gloria. Fotografía: El Tiempo

 

Gloria Gaitán a sus 20 años (1958)

 

La joven socialista Gloria Gaitán

 

Gloria Gaitán, filósofa y economista de la Universidad de los Andes, de Bogotá

 

En cuanto a la autoría intelectual, las hipótesis van desde la que afirma que no hubo autoría intelectual alguna porque Roa Sierra actuó solo y por motivos meramente personales —que fue la conclusión de la investigación, a cargo de Scotland Yard y del jurista Julio Roldán Jiménez— hasta las que aseguran: i.) que la autoría intelectual provino del gobierno conservador de Mariano Ospina Pérez, es decir, que fue un crimen de Estado; ii.) que la autoría intelectual provino de “la oligarquía”, a la cual atacaba fuertemente en sus discursos el líder liberal; de hecho, en el manifiesto que escribió para anunciar su ingreso a la guerrilla, el cura Camilo Torres Restrepo fue esto lo que afirmó (ARENAS, Jaime. La guerrilla por dentro. Ediciones Tercer Mundo. Bogotá. 1971, p. 97. Ícono Editorial. Bogotá. 2009, p. 113); iii.) que tuvieron que ver directamente los Estados Unidos —en esos días se celebraba en Bogotá la IX Conferencia Panamericana, presidida por Laureano Gómez, en su condición de Ministro de Relaciones Exteriores—. Concretamente, esta hipótesis asevera que detrás del atentado estuvo la CIA. Según esta versión, sostenida en un documental cubano por el agente de la CIA John Espirito, él —Espirito— sería el encargado de disparar contra Gaitán, pero antes de eso un jefe de la CIA llamado Thomas Elliot intentaría un acercamiento al dirigente liberal en procura de neutralizarlo, sin necesidad de acudir al atentado, a través de atractivos sobornos. Gloria Gaitán asevera que la versión de Espirito coincide plenamente con lo que su papá les hizo saber en la privacidad del hogar. Espirito se retractó después; iv.) que fue obra de los comunistas, para sabotear la Conferencia y desencadenar un alzamiento popular —hipótesis que se apoya en que Fidel Castro se encontraba en Bogotá ese día tomando parte en el Congreso de Estudiantes Latinoamericanos, hecho que ya está plenamente comprobado y aceptado como cierto—; v.) que fue obra de sectores del Partido Liberal que culpaban a Gaitán de la derrota del partido en las elecciones presidenciales de 1946 y el triunfo del candidato del Partido Conservador Mariano Ospina Pérez por habérsele atravesado a la aspiración del candidato oficial de ese partido Gabriel Turbay. Y es que, en efecto, al sumar los votos de Turbay y los votos de Gaitán, claramente se observa que un candidato liberal único hubiese ganado sobradamente las elecciones. A favor de esta hipótesis milita el hecho de que en sus discursos Gaitán atacaba no solo a la “oligarquía conservadora”, sino también a la “oligarquía liberal”.

 

LA VOZ DE JORGE ELIÉCER GAITÁN

 

 

Dado su enorme interés histórico y periodístico, comparto con mis lectoras y mis lectores un fragmento de uno de los discursos del líder liberal inmolado el fatídico 9 de abril de 1948, día en que, igualmente, murieron tantos colombianos anónimos y se frustraron tantos sueños por un supuesto o real mañana mejor.

 

El filósofo, poeta y novelista español George Santayana advirtió en su frase memorable y siempre vigente:

“Aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo”.

 

 

 

ÓSCAR HUMBERTO GÓMEZ GÓMEZ: Miembro de la Academia de Historia de Santander y del Colegio Nacional de Periodistas (CNP).

 

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